Egipto es un gigante que te mece las entrañas. Nada es fácil allí. Sus gentes me pareció que tienen un cierto poso de orgullo triste, de desonfianza hacia un pasado que da la sensación de que siempre fue mejor. Pero Egipto es inmenso en su ayer, imprescindible lugar de paso al que acudir para comprender miedos y odios y fuerza y tesón. El Cairo es la urbe en la que todo pasa entre cafés llenos de humo y letras, entre calles atestadas de vendedores y coches y junto a un río, el Nilo, que llega maltratado pero lleno de vida a su fin. Nunca pasé por un lugar que me pareciera tan despiadado e interesante como aquella capital de vivos y muertos. Egipto es único y lo único es obligado verlo aunque sea para odiarlo ya para siempre o para aprender a amarlo al mirarlo del revés. Sus templos y pirámides son inigualables. Su desierto se pierde hacia la nada cuando te alejas del hombre. Sólo allí, sólo en Egipto, la capital del mundo que crucé en un coche durante 21 días interminables. Nadie nos ayudó, todo fueron problemas, pero hoy, casi un año después, estoy deseando volver.
Sudán: el enigma del desierto nubio
En Sudán el desierto se alarga hasta donde no hay voz. La libertad pesa como el mármol y las gentes, ante tanto desconcierto, permanecen ancladas a sus buenas costumbres. Esas en las que la educación marca que hay que ser generoso con el extranjero y que obligan a mirar a los ojos para despedirse.