Aquella tarde caminaba yo por Cap Creus, cerca de la bellísima Cadaqués, en Cataluña, cuando increíblemente me encontré con una placa que me transportó al faro del fin del mundo. No con aquel, cerca de Ushuaia, que muchos guías presentan como “El Faro el Fin del Mundo”, sino con el verdadero, el que hizo famoso Julio Verne y que muchos leímos entusiasmados de niños. La placa me transportó al inaccesible faro de la Isla de los Estados.
Si hay un lugar en la Patagonia que todavía podemos considerar inalcanzable, ese es la Isla de los Estados. Se trata nada más ni nada menos que del último eslabón de la Cordillera de los Andes que se interna en el Atlántico sucumbiendo sus cumbres borrascosas en las impiadosas olas atlánticas empujadas por vientos antárticos. En su costa norte un asentamiento humano es casi impensable, en cambio en la sur es absolutamente imposible.
En ese escenario de costas que caen a pique al mar impiadoso y rocas traicioneras, el famoso escritor francés imaginó un inmoral farero que, adrede, dirigía los navíos a naufragios de los que él sacaba provecho al costo de cuantiosas vidas humanas.
Nunca estuve en la Isla de los Estados pero hace poco más de un año, por la lamentable muerte de mi suegro, el laureado escritor Aníbal Ford, cayeron en mis manos las fotos que él sacó en su viaje cuando preparaba un libro. La misma caja contenía el manuscrito de su libro aún no publicado; lo devoré. Los párrafos del texto traían imágenes a mi mente. Decenas de barcos quebrando sus cascos como nueces contra las negras piedras cuando sus capitanes no podían dominar sus barcos a velas en medio de vientos huracanados. Un caso atrajo mi atención, una compañía de teatro inglesa que navegaba rumbo a Chile para presentar la obra de Shakespeare La Tempestad”… ni un sobreviviente.
Pero mi suegro también ponía su lupa investigadora en casos menos trágicos. Hacia fines del siglo XIX ya nadie quería barcos a vela. Los cascos de metal y motores a vapor dejaron totalmente obsoletos aquellos enormes veleros de tres y cuatro mástiles. Sus capitanes, siguiendo precisas instrucciones de las compañías navieras, guiaban sus ya obsoletos barcos hacia las piedras para simular, con el menor riesgo posible, un accidente y así cobrar un jugoso porcentaje, pactado de antemano, del valor total del seguro.
El manuscrito estaba desordenado, por eso no había sido publicado aún. Las siguientes páginas volvían a la década de 1870 y trataban sobre la figura de un pintoresco y quijotesco marino argentino, Luis Piedrabuena. Este hombre logró que el gobierno de Buenos Aires le diera la isla y otros parajes de la Patagonia en concesión con la intención de poblarlos y hacerlos productivos. Piedrabuena intentó todo, explotar la leña de la isla, hacer aceite de los pingüinos que allí vivían, incluso introdujo cabras para que se multiplicaran, pero lo único verdaderamente útil que pudo hacer fue salvar decenas de vidas de náufragos de barcos que intentaban el cruce del Estrecho de Le Maire en medio de intensas nieblas con destino al Pacífico. ¿Se habrá inspirado en él Julio Verne para el personaje de su famosa novela? Sería injusto para Piedrabuena que así hubiera sido, pero seguramente fueron sus andanzas las que llegaron a oídos del novelista que con esa base creó una de las obras maestras de la literatura de aventura.
El manuscrito de Anibal Ford saltaba de un tema a otro, ahora relataba el famoso escape del presidio que funcionó en la isla un corto tiempo hasta ser desmantelado y trasladado a Ushuaia. Los presos no se rebelaron para ser libres sino para escapar de una muerte segura en esa inclemente isla.
¿Se habrá inspirado en él Julio Verne para el personaje de su famosa novela? Sería injusto para Piedrabuena que así hubiera sido, pero seguramente fueron sus andanzas las que llegaron a oídos del novelista que con esa base creó una de las obras maestras de la literatura de aventura.
El cementerio que aún existe muestra que los presidiarios iban muriendo uno por uno. La desesperación los llevó a intentar un increíble escape del cual solo un puñado sobrevivió.
Los siguientes párrafos vuelven atrás unos años para centrarse en la construcción de un faro en la isla que advirtiera de los peligros de sus costas. Su diseño no tenía nada de lo tradicional. Era bajo porque era difícil llevar el material pero suplía la altura porque estaba en la cima de un acantilado de setenta metros de altura; el haz de luz se proyectaba por sus ventanas. En el listado de asistentes a la inauguración mi suegro encontró un nombre que lo tocó: John David Ford. Así supo que aquel marino irlandés, su propio abuelo, había estado presente cuando esa luz se encendió por primera vez. El faro se desactivó poco después cuando se construyó otro, automático, en un islote cercano que ofrecía mucha más visibilidad, por lo que la construcción original cayó en ruinas hasta que pocos años atrás un grupo de franceses, entusiastas seguidores de Verne, lo reconstruyeron. Sonreí viendo la foto de mi suegro frente al faro.
En la caja encontré otro tesoro, un video cassette. Recuerdo haberlo visto hace unos años cuando mi suegro volvió de su segundo viaje a la isla. Busqué una vieja videocassettera y me senté en el sofá para ver las imágenes de unos diez años atrás. Lo veía a él a bordo de un buque de la Marina Argentina. En el puente de mando las olas se estrellaban contra los vidrios con gran fuerza. Anibal, haciendo esfuerzo para mantener el equilibrio, hablaba frente a la cámara. Luego venían escenas de la navegación a lo largo del fiordo de diez kilómetros que lleva al pequeñísimo asentamiento de la Marina Argentina, única población en la isla. A pesar de la primavera avanzada nevaba.
Pero mi mente me trajo de nuevo a la placa frente a mis ojos, en el norte de España. Esta decía que allí, en el Cap Creus, en 1970 se había filmado la afamada película holiwoodense “El Faro del Fin del Mundo” con Yull Brinner y Kirk Douglas, que yo había visto al menos media docena de veces. Sonreí con tristeza… quería creer que mi suegro me había guiado hasta la placa para recordarme lo que me dijo cuando estaba ya muy enfermo y me pidió que ordenara sus escritos de la isla para publicarlos.
Ya me pongo a trabajar en “El Faro del Fin del Mundo”, el libro de Aníbal Ford.
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Gerardo Bartolomé es viajero y escritor. Para conocer más de él y su trabajo ingrese a www.GerardoBartolome.com