Gyantse: la fortaleza de los valientes sin suerte

Desde el valle del Nyang-chu, la otrora imponente fortaleza de Gyantse parece una doncella mancillada, un decorado a medio terminar. Una vez arriba, con el altiplano a nuestros pies hasta donde la vista se pierde, uno comprende perfectamente el valor estratégico de esta encrucijada de caminos entre China y la India donde los tibetanos libraron en 1904 la última batalla antes de claudicar ante la invasión británica.
Dzong y estupa de Gyantse

Desde el valle del Nyang-chu, la otrora imponente fortaleza de Gyantse parece una doncella mancillada, un decorado a medio terminar. Una vez arriba, con el altiplano a nuestros pies hasta donde la vista se pierde, uno comprende perfectamente el valor estratégico de esta encrucijada de caminos en la ruta entre China y la India. No es de extrañar que las tropas británicas hicieran aquí un alto en 1904 antes de llegar a Lhasa para asegurar la retaguardia.

Younghusband dirigía la expedición con la que Gran Bretaña quería poner freno al expansionismo ruso por estas lejanas tierras. El dzong ya había sido abandonado cuando llegaron las tropas extranjeras: 1.000 soldados de su Graciosa Majestad, 10.000 criados (para las cosas del servicio los ingleses siempre han sido muy suyos) y 4.000 yaks. Younghusband se conformó con izar la bandera de la Union Jack y prefirió acampar en el valle.

Contraataque tibetano

Un mes después, 800 valientes tibetanos tomaron el fuerte aprovechando la oscuridad de la noche. Una victoria pírrica, fugaz, pero victoria al fin y al cabo. Younghusband no les prestó atención: estaba ocupado abatiendo las defensas tibetanas en el cercano puerto de Karo-la (5.045 metros), en la que todavía es la batalla librada a mayor altitud por el Ejército británico en toda su historia. Pero un mes después, recibió órdenes de avanzar hacia Lhasa y, en un abrir y cerrar de ojos, recuperó la fortaleza de Gyantse. Amagó con tomar el dzong por el norte mientras el verdadero asalto se producía por el sur. Su artillería bombardeó sin piedad la fortaleza hasta abrir un hueco en sus muros.

Trescientos tibetanos desprovistos del armamento necesario para plantar cara al todopoderoso ejército imperial murieron en la heroica defensa, en la que sólo se dejaron la vida cuatro asaltantes. El fuerte de los valientes sin suerte había caído en menos de 24 horas. Sólo el rio Tsangpo se interponía entre los británicos y la capital del Tíbet. Fue el canto del cisne de la resistencia tibetana. A Younghusband se le abrieron de par en par las puertas de Lhasa.

El museo de la resistencia

Tenía mucho interés en pasear por estas fortificaciones donde el viejo reino medieval tibetano dobló la rodilla ante la tropa extranjera llegada de Occidente a comienzos del pasado siglo (quizá sólo un ensayo general de lo que sucedería medio siglo después con la invasión china). No es época de turistas, así que estamos sólos recorriendo los murallones del malherido dzong, que pese a sus evidentes achaques todavía permite hacerse una idea de sus imponentes hechuras.
Por la visita hay que pagar 30 yuanes, pero merece la pena, aunque sólo sea por disfrutar de las magníficas vistas del valle del Nyang-chu, de la antigua ciudad conventual de Gyantse y de las restauradas murallas, todavía hoy las de mayor longitud de todo el Tíbet. En una pequeña sala hay un museo que glosa la resistencia frente a los británicos, un memorial, todo hay que decirlo, salpicado también con mensajes de la propaganda china.

Trescientos tibetanos desprovistos del armamento necesario para plantar cara al todopoderoso ejército imperial murieron en la heroica defensa, en la que sólo se dejaron la vida cuatro asaltantes.

Pero quien quiera defender la irrupción de los británicos como la avanzada de la civilización también tiene argumentos a los que agarrarse. Hasta bien entrado el siglo XX, los siervos del valle tenían que acudir aquí a pagar sus impuestos. A los más recalcitrantes les esperaban las celdas de tortura, que todavía pueden visitarse, para ablandar sus bolsillos.
Pero lo mejor del recorrido es detenerse en el monolito que recuerda la batalla, con el valle verdigualdo a nuestros pies, junto a los cañones que apuntan al infinito horizonte del altiplano. El moderno Gyantse, allí abajo, es un montón de hormigón dividido por tres avenidas en forma de “Y”. A un lado queda el barrio tibetano y sus casas de adobe y los barrizales de calles que nunca lo serán.
Sólo allí arriba, apoyado en el pretil de la vieja fortaleza, el visitante puede hacerse una idea de la impresión que pudo producir en los asustados tibetanos la llegada de la tropa británica y su legión de criados. Y de los miedos que tuvieron que espantar, tras abandonar el dzong a la carrera, para decidirse a recuperarlo de manos británicas en la oscuridad de la noche. Lástima que a los héroes sin suerte la historia sólo les reserve una nota a pie de página en la enciclopedia de turno.

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