Primero descompones la cara, supongo que a cámara lenta la imagen debe ser digna de National Geographic, luego sueltas un alarido, constante, que dura una eternidad. Te abrazas a tus dos amigos, Dani y Alberto, mientras gritas, sólo gritas y saltas en estado de enajenación transitoria. Te abrazas entonces a otros tres tipos que se sitúan a nuestra derecha, en escorzo, en cuerpos imposibles que mantienen el equilibrio en un estallido de felicidad hasta que fallan las fuerzas y aquel amasijo de músculo y carne se descompone y cae al suelo, entre sillas y piernas. Sólo hay chillidos de gloría entre nosotros, hasta que poco a poco se recompone el puzzle y se recuperan los sentidos. Entonces, miras a tu izquierda y ves a un hombre que está solo, que ha cruzado toda África en unas horas para este instante, que llora como un niño. Lo hace desparramando lágrimas por su rostro, incapaz de contener las emociones. Sólo hay ruido a tu alrededor, y felicidad, mucha: Iniesta acababa de marcar el gol más esperado de la historia.
Entonces, miras a tu izquierda y ves a un hombre que está solo, que ha cruzado toda África en unas horas para este instante, que llora como un niño.
Recordabas entonces aquel sms que nos contestó Del Bosque un día antes de la final. Alberto tenía su teléfono y le mando un mensaje anónimo el viernes que decía “Felicidades, mañana cuentas con tres gargantas para apoyar a la Roja: Dani, Alberto y Javier”. La respuesta del tipo, que no sabe quién le escribe, habla del personaje: “Gracias. Disfrutar del partido”. El día antes del encuentro más importante de su vida, el entrenador de la selección española tiene tiempo para responder a un sms anónimo y hacerlo en esos términos: Disfrutar, dice Vicente, enseñando una fórmula que te lleva directa a la gloria. Así lo hicimos los pocos españoles que estábamos en el campo y los millones que los siguieron desde otros rincones del planeta. Nuestras vidas seguirán iguales, seguirá habiendo injusticias por las que revelarse, problemas a los que enfrentarse y fiestas que celebrar, que la vida para los agoreros de este tipo de estallidos de felicidad colectiva se vuele gris, como forma de invalidar tan ridículo estímulo.
Recuerdas también la cantidad de sudafricanos que se vistieron con la Roja, animando una selección que no es suya y que difícilmente colocan en el mapa. Una familia de origen indio, celebraba en medio de la hinchada spanish el triunfo. La niña, de unos siete años, llevaba la bandera española pintada en la cara. Chocaba su mano con nosotros y sonreía sin entender nada que no fuera aquí hay un montón de gente que se lo está pasando bien. “Yo me uno a la fiesta”, debió de pensar.
La vida para los agoreros de este tipo de estallidos de felicidad colectiva se vuele gris, como forma de invalidar tan ridículo estímulo.
He visto cantar a un restaurante entero el “que Viva España” a trompicones de acento; bailar y reírse a los trabajadores de los peajes cuando les dábamos desde el coche nuestra particular serenata de vuvuzelas; salir huyendo un miembro de seguridad que se acercó a pedirnos que dejáramos de dar por saco con la trompetita y se encontró con que se la tocábamos en la cara (el tipo se reía a carcajadas y nosotros también); a un grupo de niños quedarse a vigilar los coches aparcados en las lejanías del estadio y recibirnos ocho horas después, que la fiesta se alargó dentro, con una bandera de España y, eso sí, pidiéndonos que les diéramos hasta el hígado… Este es un lugar donde, por norma, las sonrisas se devuelven con sonrisas.
Y acabó el Mundial, el evento que modificó la cara más tosca del país y la convirtió en amable. ¿Volverán ahora los miedos de las noches de calles vacías? ¿Volveré a fijarme en las alambradas que dividen este país entre sospechosos y sin sospecha? ¿Notaré el silencio, la falta de banderas colgando de los coches, los minibús sin turistas? Sentí algo parecido durante un instante, cuando ya casi con las luces apagadas del estadio, me fijé el videomarcador que decía “Goodbye”. Me quedé sentado, en silencio, pensando en la fiesta que ha sido la Sudáfrica mundialista y la no mundialista. En 19 días parto para Namibia, donde empieza otro viaje, con una sonrisa colgando de mi mochila. “A disfrutar”, que diría Del Bosque.