Después de un largo vuelo llegué a Estambul, Turquía. Diecisiete horas de desvelo imaginando lo que me encontraría. Atrás dejé Buenos Aires, mi familia, amigos y costumbres para iniciar esta expedición que tendría a la antigua Constantinopla como primera parada. ¿Mucho frío? Sí, en este lado del mundo todavía reinaba el invierno.
Temblé y me agarró algo de miedo por estar solo
Apenas puse los dos pies en el aeropuerto temblé y me agarró algo de miedo por estar solo. Esperaba mi mochila naranja y pensaba lo que estaba haciendo con mi vida. Nada de rutina, de ir lunes a viernes a trabajar o de clases en la universidad. Cumplía mi sueño, lo que realmente quería hacer con mi tiempo. Tenía miedo, si, un poco, pero las ganas de realizar este viaje vencían mis dudas.
Agarré mi mochila y fui directo a la estación del moderno tranvía que me debería depositar en Sultanahmet. Los carteles estaban escritos en inglés y lo que suponía era turco. ¿Se habla turco en otro lugar que no sea Turquía? Allí conocí a una pareja de uruguayos a quienes ayudé a sacar los “tokens”, monedas rojas de plástico necesarias para viajar en dicho transporte. Qué loco, lo primero que hice fue ayudar a otra persona cuando era yo quien necesitaba ser ayudado. Rarezas de los viajes.
Lo primero que hice fue ayudar a otra persona cuando era yo quien necesitaba ser ayudado
Ellos pensaron que vivía en Estambul y se sorprendieron al saber que me hallaba en su misma situación. Es más, habíamos volado en el mismo vuelo. Yo los había observado en algún momento. Pensaba que eran argentinos, pero no, eran vecinos.
Solo en suelo turco. Algo más de quince mil kilómetros me dejaban a solas con Europa. Toda para mí. Mientras me dirijo a destino percibo que la ciudad es inmensa y que alguna vez estuvo amurallada. En Buenos Aires no hay muros, pensé.
Llego a Sultanahmet y me choco con dos mezquitas también muy grandes e iluminadas. Eso me hizo pensar que en Buenos Aires solo hay una, o al menos eso sé. La escena fue impactante. Caminaba sólo por las calles sin saber realmente el camino correcto. Era Estambul medianoche. En las calles no había nadie. Sólo taxistas turcos que ofrecían acercarte al hostel.
Caminaba sólo por las calles sin saber realmente el camino correcto
Llego al hostel y me doy cuenta que necesito aceitar mi inglés rápidamente porque me costó interactuar con el recepcionista. La noche pasó muy lentamente. Mi mente no paraba de pensar y repensar mientras la diferencia horaria jugaba su partido, cinco horas de diferencia era demasiado.
El sol salió y mi expedición por el viejo continente comenzó.