Christiania: sin rastro de John Lennon

En la ciudad de la Sirenita, los daneses salen a pasear en familia, las chicas alegran el puerto con sus melenas rubias despeinadas al ritmo de las bicicletas y los jóvenes brindan con sus jarras de cerveza sin perder esa sonrisa tan blanca, tan nórdica.

En la ciudad de la Sirenita, las fachadas están recién pintadas y los semáforos manejan el tráfico sin exabruptos, sin una sola voz alzada en rojo, sin prisas. Los paraguas se abren con resignación, los museos albergan las tardes de los más curiosos y el Parque Tívoli entretiene a los pequeños.

En la ciudad de la Sirenita, el mar calma el estrés del sur de Europa, los restaurantes se decoran con propinas y las calles se llenan de “buenos días” y “muchas gracias”. El orden es el camino hacia una felicidad de diseño, impoluta, tan cívica que da miedo hacer ruido al caminar, no se vaya a perturbar la paz de tan educadísimos europeos.

 El orden es el camino hacia una felicidad de diseño, impoluta, tan cívica que da miedo hacer ruido al caminar.

Pero hasta la Sirenita ignora que en Copenhague hay un lugar que se alimenta del caos más formidable de Escandinavia. Es el barrio de Christiania, la evasión del orden, el gueto de los rebeldes. Nos aventuramos a cruzar la puerta de madera que anunciaba el lugar como quien anuncia un viaje al tren de la bruja.

El espíritu de los años 60′ ayudó a levantar la utopía de Christiania. Un mundo hippie, un bastión sin sirenas de piedra, sin más religión que la música enredando las esquinas, con arco iris pintados y sueños encerrados en la ciudad menos bohemia del continente. Allí los hombres dejaron crecer sus ideales y sus barbas y su amor libre de matrimonios y de tarjetas de crédito. Siempre he identificado el movimiento hippie con un altar a la alegría -más o menos ingenua- de vivir sin ataduras.

La sociedad que sigue asentada en este lugar se rebela contra el resto del mundo, sin admitir que ya no saben como recomponer su mundo de sueños rotos.

Pero cuando llegamos nosotros se había agotado esa alegría. En Christiania sólo queda la nostalgia de aquella ilusión. La pequeña sociedad que sigue asentada en este lugar se rebela contra el resto del mundo, a mala leche, sin admitir que ya no saben cómo recomponer su mundo de sueños rotos. Los jóvenes llegan con una curiosidad foránea, con el morbo de quien sabe que está de paso, igual que nosotros, igual que todos los que visitan sus calles desconchadas. Los verdaderos inquilinos de Chirstiania son muy mayores ya como para empezar de cero. Se saben prófugos de esta época y en los porros encuentran el placer de lo irreal. Algunos hombres sonreían orgullosos de ondear su melena con cincuenta y tantos, desafiando a los agoreros que nunca creyeron en aquel ideal, con un “Life is good in Christiania”. Otro hombre nos aseguró que llevaba 35 años en aquel hogar de despechados. También vi a algunas mujeres afanándose en limpiar un hogar de madera con un futuro de cartón. Pero lo cierto es que no encontramos ni rastro del Imagine de John Lennon.

Tal vez sí se aferren a lo que los demás no vemos, a esa gran alternativa que un día se inventaron.

Los murales están desdibujados, algunos colgados vagan entre los puestos de artesanías, junto a carteles que rezan “no a las drogas duras”, pero allí, intuyo, la vida puede ser demasiado dura sin drogas, para quien necesita seguir alimentando su fantasía.

Luego me arrepentí del juicio, prematuro quizás, sin más argumentos que una estética decadente y una implacable tristeza en sus miradas. Tal vez sí se aferren a lo que los demás no vemos, a esa gran alternativa que un día se inventaron. Tal vez en aquel cuento haya finales felices.

Cuando nos alejamos de Christiania, vimos que los restaurantes de Copenhague estaban llenos, que las chicas rubísimas montaban con garbo en bicicleta, que los turistas sonreían en las barcas del mar Báltico y hasta me pareció escuchar que la Sirenita de bronce aseguraba con sorna que Christiania no existía.

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Comentarios (2)

  • Ana

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    En pocos lugares me he sentido tan extraterrestre, tan encorsetada y tan desubicada como en Copenhage…. Demasiado orden. ES como la ciudad del Show de Truman

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  • javier brandoli

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    Pasé por Crhistiania con la sensación de entrar a un museo. nada puede sre menos rebelde, menos provocativo, que reglar la rebeldía. No dudo de los ideales de sus moradores, pero allí me sentí extraño, como si etrara en el sueño acabado de otros que nunca empezó. Copenhague, en mi cabeza, son decenas de bicicletas volando sobre mis cabezas en una historia que me has recordado Dani y de la que no tengo fotos, pero merece ser contada en VaP.
    A propósito, fantástico el texto.

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