La vida en la carretera

Unas jirafas cruzaban la carretera entre los coches. Una de las crías aceleró más que sus patas y su cuerpo cayó a plomo sobre el asfalto frente a otro vehículo. Por un momento parecía muerta. Su madre, mientras, se zarandeaba nerviosa entre los arbustos

Demasiadas personas, kilómetros, adelantamientos, vivencias, novedades… Tantas que no sé ni cómo escribir este post. Todo ha pasado deprisa, casi ya un mes en el que he guiado a un grupo desde Johannesburgo a Vilanculos; me he peleado con las conexiones imposibles de un lugar donde todo falta; he descubierto playas de madera de pino y altas dunas; he comenzado a balbucear un nuevo idioma; he sido sobornado por la Policía; he empezado mi trabajo en un hotel que es mi casa; he vuelto a entender la vida desde la frontera del periodista; he pasado noches durmiendo en un sofá en Maputo en el que amanece a las cinco de la mañana bajo el estruendo de los conductores de chapas (furgonetas)… No he podido parar un segundo. A veces, de noche, junto a la hoguera en la que me siento frente a la playa del hotel Villas do Indico, me quedo dormido mientras intento ordenar el antes y el luego.

A veces, de noche, junto a la hoguera en la que me siento frente a la playa del hotel Villas do Indico, me quedo dormido mientras intento ordenar el antes y el luego

A la semana de aterrizar aquí pasó por el lodge un grupo de ocho españoles. Ocho tipos que se habían cruzado Sudáfrica, Botsuana, Zambia, Zimbabue y que llegaban a Mozambique con las ganas intactas, sin peajes ni comparaciones de los lugares ya vistos. Es ese el detalle que siempre miro en los viajeros. En la capacidad de disfrutar y sorprenderse siempre por lo nuevo está el alma del nómada con el que me gusta compartir la ruta. Lo pasamos en grande navegando hasta las islas de Bazaruto. Allí, sobre la duna de Benguerra, mientras contemplábamos un entorno  de acuarela y ellos decían que era la playa más bella que habían visto, se sucedieron las conversaciones típicas del que duda en esa calma de su forma de vivir. “Javier, ¿crees que yo podría venirme a vivir aquí?”, me decían. Luego, una noche, junto a la hoguera que encendemos “sobre” el mar, sacaron un guitarra de la que salían chirigotas y canciones de nueva letra con las que nos cayó la noche encima.

Luego llegó el transfer desde Johannesburgo a Vilanculos. Recogimos Ana Paula y yo a dos parejas de portugueses y un niño con los que compartimos muchas horas de coche y sensaciones. En Kruger volvimos a ver los Big Five, lo que me costó una carrera contra el tiempo por las sendas del parque. En un recodo unos turistas me dijeron que había un leopardo a unos 17 kilómetros, en un desvío. Decidimos ir. Lo vimos, como vimos después  leones, rinocerontes y otro leopardo, pero las puertas del parque cierran a las seis de la tarde y para cuando quise reaccionar era imposible salir por donde debía. La última hora el coche iba a 100 kilómetros por hora, el límite es 50 (mea culpa) y los comentarios eran “mira una manada de elefantes, mira unos rinocerontes, mira 200 búfalos…” y en el mira se acababa todo ya con la orden dada de que sólo paraba si veíamos un unicornio.

Y en el mira se acababa todo ya con la orden dada de que sólo paraba si veíamos un unicornio

Sin embargo, delante de nosotros sucedió algo que me obligó a detenerme. Unas jirafas cruzaban la carretera entre los coches. Una de las crías aceleró más que sus patas y su cuerpo cayó a plomo sobre el asfalto frente a otro vehículo. Por un momento parecía muerta. Su madre, mientras, se zarandeaba nerviosa entre los arbustos. Se acercaba y marchaba impotente, temerosa del coche pegado  que no paraba de sacar fotos  Iba y venía, moví a la cabeza con espasmos, se retiraba sin dejar de mirar. Daba impotencia ver el sufrimiento de aquel animal. Mientras, el otro coche no se retiraba y no dejaba acercarse a la madre hasta que de un 4×4 que había más adelante se bajó un tipo que empezó a insultar al turista torpón y le obligó a marcharse. Justo cuando lo hizo la cría volvió a moverse, se levantó torpemente y a tientas se pegó a su madre perdiéndose entre los arbustos de la sabana. Aquella jornada, toda, volvió a enseñarme un Kruger en el que todo es posible. Dos días después llegamos al hotel.

Días después volví a Maputo (otras diez horas de coche) a arreglar mis papeles (todo lo que tiene que ver con mis papeles lo contaré en otro post, da para un libro). La vida de Maputo me sigue gustando. Tranquila en el caos, con sus cafés donde pasar la mañana y donde entablé una interesante conversación con tres cultos  mozambiqueños, uno periodista, sobre los desmanes y corruptelas de un lugar en el que sangran las miserias y excesos. Me hablaron de las altas opciones de que vuelva la guerra a este lugar. Luego, 48 horas después, volví a Vilanculos. Aquella tarde, mientras conducía y charlaba con Ana Paula  miraba de reojo el atardecer en el espejo retrovisor y pensaba “ha pasado ya casi un mes. Vuelvo a casa”.

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