Cinco historias de los desiertos de África

Por: Javier Brandoli (texto y fotos)
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Túnez

Fue allí, mirando por la ventanilla del coche cuando me percaté. Llevaba unos cuantos kilómetros de arena metida en mis ojos, sin picar, disfrutando de aquel extraño entorno sin sombras. Creo que una de las cosas que más me llamó la atención fue la ausencia de los pájaros. De pronto, no sé por qué, lo pensé al contemplar un ave lejana flotando en el cielo. Parecía ingrávida; lejana, ausente. ¿Puede haber un cielo sin aves?

El viento, el mismo viento que nos había metido la tierra en el camino hasta encallarnos, movía las dunas a su antojo. Fue allí donde comenzó mi fascinación por los desiertos.

Aquella carretera P-16 tunecina atravesaba los serenos oasis de montaña con sus aguas salientes de gargantas de roca; cruzaba el inmenso salar de  Chott el-Jérid, en el que una extraña línea roja líquida advertía que allí comenzaba la nada; hacía fonda en la singular ciudad de Tozeur, donde nos abrigaron los dátiles centenarios del desierto, y se encaminaba al corazón del Sahara jalonada por manadas de dromedarios salvajes que pastaban polvo. De pronto, conducía yo un Renault Clio poco preparado para lo poco preparadas que estaban mis manos, cuando pasé un montículo de arena, el coche derrapó, nos llevó a la cuneta y quedó varado en la arena del Sahara. Entonces bajamos del coche, bromeamos, nos preocupamos, volvimos a bromear y por un instante miré a mi alrededor. No había nada. Sólo la arena infinita dibujando formas imprecisas. El viento, el mismo viento que nos había metido la tierra en el camino hasta encallarnos, movía las dunas a su antojo. Fue allí donde comenzó mi fascinación por los desiertos.

Marruecos (unos años después)

Casi no nos daba tiempo a llegar. De pronto todo se precipitó. Juancho, un amigo ,conversaba con un tipo que nos quería vender fósiles, pulseras o arena del Sahara, lo único que sobraba en aquel lugar. Yo intentaba acelerar el paso con la sensación de que podría contemplar un atardecer único. A lo lejos se veía una caravana de camellos que trepaba por las dunas hacia su campamento de jaimas. Conseguimos llegar a un buen sitio para contemplar el ocaso. Preparé el trípode y la cámara. Yo estaba en la cresta de una duna alta y el sol comenzaba a esconderse a lo lejos. Le pedí a Juancho que se sentará en la siguiente cresta y saqué una foto que ha acompañado desde el principio a esta revista. Crhistian, por su parte, luchaba por retener el cambiante cielo con una cámara imprecisa. Eso fue lo que nos sorprendió, que de pronto apareció una gama de colores difusa que parecía mezclarse cual paleta de pintor allí en las nubes. Aquella noche, en las cercanías de Erg Chebbi, nos quedamos dormidos por un instante al raso mientras jugábamos a contar estrellas fugaces. Otra vez sentí el regalo de la soledad infinita.

Escuché en medio de aquella oscuridad ciega la risa de las hienas quebrar el cielo en dos.

Kalahari

En mi primera visita al Kalahari decidí empeorar la elección de Túnez y me adentré con un Volkswagen Polo por caminos en los que algunos 4×4 tenían problemas. Esta vez pinchamos dos ruedas. El Kalahari es un imán, tiene alma. Un lugar en el que las manadas de springbook y de ñus se resguardan cuando el sol ya amenaza con devorarnos a todos; en el que los leones descansan atemorizados bajo las delgadas sombras; en el que ves guepardos cazar entre el polvo y en el que aquella primera noche, mientras tomaba un vino junto a mi cabaña, escuché en medio de aquella oscuridad ciega la risa de las hienas quebrar el cielo en dos. Me estremecieron aquellos gritos de vida que lanzaba el desierto. Otra vez la sensación de ser muy pequeño, esta vez con vida a mi alrededor. Nunca olvidaré aquellas noches.

Pronto el viento comenzó a pegar con fuerza, mucha fuerza. Era agotador avanzar, las gafas de sol no eran capaces de proteger los ojos

Desierto de Namibia

La noche anterior no había pegado ojo. La fortísima tormenta de arena había tumbado mi tienda de campaña y en el camión sólo fui capaz de dar una cabezada. A las cinco de la mañana nos pusimos en marcha. Había que llegar rápido a la famosa Duna 45 del desierto del Namib, la más alta de aquel bellísimo desierto. El viento soplaba aún con fuerza, aunque por momentos parecía que iba a amainarse. El reto era ver amanecer sobre la cresta del gigante de arena. Comenzamos la escalada un grupo grande, cerca de 30 personas atacábamos en hilera la cima. Pronto el viento comenzó a pegar con fuerza, mucha fuerza. Era agotador avanzar, las gafas de sol no eran capaces de proteger los ojos. La arena golpeaba por todas las direcciones y por momentos tenías la sensación de retroceder. Mucha gente decide hacerlo, descienden. Yo dudo, realmente es un calvario intentarlo, pero al mirar atrás veo que ya he hecho la mitad del camino. Sigo. El cansancio va quebrando mis piernas. Dejo de ir el primero en la subida y veo como me pasa un alemán a ritmo de gacela. Me pasan cuatro personas más, luego una quinta y una sexta… La luz comienza a clarear con más fuerza. El sol está a punto de salir de su guarida. Acelero un poco. Exhausto, realmente exhausto, llego a la cresta. A lo lejos, tras un mar de dunas, aparece una bola de luz. La imagen es impactante aunque el viento sigue golpeando con furia y apenas nos permite fijar la mirada.

Pequeño Karoo

El desierto domado por los duros afrikáners. El jardín en medio del polvo.  El huerto que se cuece al sol. El milagro de cambiar el agua y el viento. Un sitio apartado y precioso en el que viven en retirada muchos Boers. Un lugar donde conocí y escuché historias que me hicieron comprender un poco más la complicada esencia sudafricana. Largas carreteras de asfalto, sin apenas coches, rodeadas de una sequedad domesticada. Caminos de tierra que se pierden como brazos de un pulpo hasta lugares recónditos en los que espera una inimaginable granja llena de avestruces. De pronto un larga hilera de albaricoqueros, manzanos, parras. Otra vez la inmensidad en la que se enredan los ojos. El pequeño Karoo es el semi-desierto más al sur de África.

Ya sólo me queda mirar al norte y empezar otra vez a andar para volver a caminar sobre África y sus desiertos. Lugares en los que no he estado como Libia, que dicen esconde el Sahara más bello; Kenia y su ruta seca hacia el Lago Turkana o Sudán y su vida apacible mirando al Nilo.

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Comentarios (3)

  • fernando moreno nieto

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    los mejores sitos del mundo

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  • TELEMAKO

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    Me ha fascinado y encantado estas historias.Me da envidia sana. Solamente los que somos amantes del desierto y buscamos las imagenes unicas y la aventura sabemos lo que es conseguir historias para contar del desierto.
    A veces pienso si no seria posible hacer (a los desiertos) una de las maravillas del mundo por tantas historias vividas y tambien por las que estan por llegar.
    Lo dicho…envidia sana pero sobre todo muchas gracias por compartir tus historias!!

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  • javier brandoli

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    Hola Telemako. Los desiertos te atrapan. Al ver tu comentario volví a leer este texto,de hace unos cuantos años, y me regresaron aquellas vivencias. No me acordaba de que mencionaba mis ganas de ir al Turkana de Kenia y al desierto nubio de Sudán. Lo hice. Ambos son impresionantes. Debería actualizar este texto y añadir algunos otros como el Valle de la Muerte de EE.UU y el desierto de Australia. Un abrazo

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