Mongolia es paz, silencio, estrellas, llanuras, extremos, andares tranquilos, caminos embarrados, bosques, cañones rojizos y dunas gigantes. Mongolia es naturaleza inmensa y la convivencia del hombre con ella de igual a igual. Un viaje al pasado, cuando éramos un animal más perfectamente encajado en el puzzle del ecosistema. Viajar al país menos poblado del mundo ayuda a entender cómo se puede vivir mirando a los ojos a la madre tierra.
Mongolia es realmente eso, el hombre y la tierra, con lo que conlleva para el viajero. Hay que olvidarse del agua caliente, de la ducha diaria, del asfalto, de los colchones blandos y de los cuartos de baño tal y como los conocemos. También de mirarse al espejo y, sobre todo, del reloj. La vida pasa en Mongolia, pasa tranquila y conecta con nuestras raíces.
Hay que olvidarse del agua caliente, de la ducha diaria, del asfalto, de los colchones blandos y de los cuartos de baño
La primera impresión, de noche, desde el aire, ya es reveladora. La espesa negrura deja adivinar un país con poca gente y menos electricidad. Alguna luz débil, aquí y allá, hasta llegar a Ulán Bator, donde vive la mitad de la población. Ni siquiera esta ciudad de un millón y medio de habitantes se parece a cualquier otra capital. Se extiende en un valle, tiene el dudoso honor de ser la capital más fría del mundo con temperaturas de hasta 40 grados bajo cero en invierno y se compone de una mezcla de edificios soviéticos, otros “condos” más modernos y yurtas desperdigadas aquí y allá.
Estas yurtas, esas tiendas redondas base de la cultura mongola, conforman barrios enteros en las afueras mezcladas con casitas de una planta y generan también el principal problema de Ulán Bator: la contaminación. Se calientan con una estufa alojada en el centro que se alimenta de carbón, una fuente de calor barata en un país con un PIB per cápita similar al de Sri Lanka o Sudáfrica. Su humo queda estancando en el valle, sobre todo en invierno, cuando la falta de viento no ayuda a dispersarlo. Ulán Bator es prácticamente la única población pavimentada del país y, aunque bulliciosa y algo caótica, no llega al nivel de otras capitales asiáticas. Incluso la gran ciudad es más tranquila en Mongolia.
Ulán Bator tiene el dudoso honor de ser la capital más fría del mundo con temperaturas de hasta 40 grados bajo cero en invierno
Hay pocas carreteras. Salvo los trayectos principales, que se pueden hacer en autobús, hay que contratar un viaje organizado o un conductor con todoterreno. Solo los más expertos pueden aventurarse a alquilar uno e ir por su cuenta, y conviene entonces tener un buen GPS, enterarse de las rutas concurridas, saber de mecánica y llevar utensilios para salir del barro. Eso si se viaja en verano, la temporada lluviosa y la más cálida, en la que hay que contar con quedarse tirado en cualquier momento en medio del desierto. Y es que Mongolia es salvaje, y lo es desde los primeros kilómetros al salir de Ulán Bator, cuando hay que despedirse de la civilización y dar la bienvenida a ese inmenso parque natural que es este país encajado entre Rusia y China.
Nosotros hicimos una ruta de doce días por el desierto del Gobi y Mongolia central. Siete turistas, una guía y el conductor en una furgoneta rusa cuatro por cuatro. Recuerdo con claridad la primera parada, a unos 10 kilómetros de la capital, para comprar comida. Fue mi primera experiencia con los baños mongoles. Las letrinas, que se ven desperdigadas por todo el país a unos metros de las yurtas, son cuatro (a veces tres) paredes de madera y un agujero en el suelo flanqueado por tablones. Y es que en la Mongolia rural no hay agua corriente, ni tendido eléctrico, ni cobertura de móvil. Se vive en yurtas que, en el caso de las familias nómadas, trasladan de un sitio a otro dos veces al año buscando el pasto.
Mongolia es salvaje, y lo es desde los primeros kilómetros al salir de Ulán Bator, cuando hay que despedirse de la civilización
Hay que olvidarse del concepto de propiedad privada, cualquiera puede plantar su casa prácticamente en cualquier lugar. Porque no hay vallas ni muros que delimiten unos campos sin cultivar. Todo es de todos, y en este todos entran los animales. Caballos, vacas, yaks, cabras, ovejas y camellos pastan a sus anchas por las praderas sin límites, en una relación simbiótica con los mongoles. Los animales dependen de ellos para comer en invierno y, a cambio, los alimentan. De la leche los mongoles obtienen la nata y el yogur, que secan para el invierno. La carne también la deshidratan para pasar los meses fríos y las pieles las usan para aislar las yurtas. Son tan importantes que el mongol tiene una palabra diferente para nombrar las heces de los distintos animales.
Viajé a Mongolia para mirar a los ojos a esa gente que vive a 40 grados bajo cero en mitad de la llanura, a esa gente que tiene tan poco apego a las cosas que cambia su casa de sitio cada seis meses. Y me encontré con muchas sonrisas en esos ojos achinados y poco curiosos, con miradas de orgullo de tribu y de humildad, de preocupación por hacer sentir al otro a gusto. En unos cuerpos gastados por la vida del campo, pequeños pero increíblemente fuertes, con una brillante piel café con leche agrietada por el sol. ¿El apego? Lo tienen. A sus cielos inmensos, a la tierra, a los animales que les dan de comer y al sol que domina la gran mayoría de sus días.