Seúl: golpes de taekwondo y abrazos gratis

Por: Daniel Landa

Desde el aeropuerto se tardan aproximadamente 40 minutos en llegar a la capital de Corea del Sur donde viven, compartiendo el suelo a codazos, más de diez millones de personas. Alfonso y yo estábamos solos entre un mar de coreanos.

El autobús nos dejó en una calle cualquiera. Encontramos un hotel asequible en un lugar relativamente céntrico. Al llegar a una ciudad nueva se repite el mismo dilema. Por un lado el cuerpo te pide descansar de maletas, transbordos y carreteras. Por otro, la curiosidad despierta al espíritu como un perrillo inquieto a la hora del paseo diario. Y uno siempre cede a los caprichos de la mascota. Así pues salimos libres de equipaje, como esponjas tratando de absorber aquella cultura de grafismos extraños, rascacielos y ojos rasgados.

No hay término medio. Las avenidas son anchas, rectas y ordenadas. Las callejuelas son estrechas, tortuosas y con el encanto caótico de un laberinto. Nos perdimos literalmente por estas últimas. Los coreanos son gente discreta. Pese a la multitud que pasea las noches de Seúl, nadie levanta la voz. Sólo se escucha el murmullo de las conversaciones por teléfonos móviles o las prisas en los zapatos.

Sólo se escucha el murmullo de las conversaciones por teléfonos móviles o las prisas en los zapatos.

Insadong es el barrio que concentra más cantidad de “cosas”. Aquí uno puede encontrar cerámicas, llaveros, pasteles, pinchos morunos, abanicos, gorros coreanos, calendarios, candelabros, libros, pizzas, peonzas, helados de pistacho, colgantes, gerberas, sandalias, postales, peluches, máscaras antiguas, té salado, cuchillos, camisetas, almendras garrapiñadas, lámparas chinescas y lo mejor de todo… ¡abrazos gratis!

Cuando una mañana de domingo salimos a pasear Insadong apareció un chico con vocación de ángel ofreciendo abrazos a los desconsolados viandantes. ¡Cómo iba yo a rechazar un abrazo libre de impuestos en una calle cualquiera de Corea! Aquello recordaba más bien al hermanamiento colectivo de los americanos tras la masacre del 11-S, pero aquí en Seúl, donde la gente despliega una timidez risueña, estaba como fuera de lugar. Recorrí eso sí la calle arriba y abajo y, haciéndome el despistado, me regalé otro par de abrazos antes de ir a comer algo picante. En otro rincón, una fila de cantautores esperaba paciente el turno para entonar su propio repertorio (sistemáticamente ñoño) en la concurrida calle. Los karaokes hacen estragos en una población necesitada de “operaciones triunfo”. Estos coreanos son, en definitiva, gente sin complejos.

¡Cómo iba yo a rechazar un abrazo libre de impuestos en una calle cualquiera de Corea!

Algo más violenta fue la exhibición que nos ofrecieron los chicos del centro Kukkiwon de taekwondo. El señor Beong-Sung Kim nos interrogó previamente para conocer cómo, cuándo y cuánto tiempo íbamos a grabar. Luego asintió con un gesto que se me antojó muy oriental y organizó el espectáculo de artes marciales más entretenido que se pueda imaginar. Los chicos eran unos fenómenos. Entre saltos mortales, patadas en el aire, espadas, tablas rotas a puñetazos y gritos contenidos, se tiraron toda la mañana dando golpes. La agilidad de aquellos tipos asombra más desde cerca. Para rematar la presentación debía integrarme en este deporte, en el que los coreanos han conseguido 30 medallas olímpicas. Me enfundé un kimono y el campeón de la ciudad, un tal Nam Jung, empezó a darme lecciones, que viene a ser darme leñazos. Fue indulgente con mi torpeza y se reía mucho viéndome caer de bruces al tatami.

Después, todos a la vez se pusieron a pelear entre sí. Yo, allí en medio, pensé por un momento que me había colado en una película de Jackie Chan. Pero la lucha resultaba tan estética, tan plástica que hasta recibir patadas dignificaba. Me llamó la atención la disciplina de esos muchachos, que al terminar cumplieron rigurosamente con el protocolo reverencial de saludar al entrenador. Los coreanos son gente educada y acompañan de gestos suaves cada saludo o cada disculpa, tratando de dar mayor significado al “hola” y al “perdón”.

Yo, allí en medio, pensé por un momento que me había colado en una película de Jackie Chan

Resulta agradable pasear por Seúl. Alfonso repitió varias veces que sería un buen lugar para vivir, sin estridencias ni “kilombos”. Es cierto, la sensación de tranquilidad es permanente. Los edificios se encienden por la noche con pantallas digitales de un tamaño descomunal y proyectores de luz en las fachadas. En las calles más sinuosas los letreros luminosos se apelmazan de tal modo que temíamos un cortocircuito de un momento a otro. La noche es deslumbrante y los símbolos coreanos ganan en alegría al alfabeto romano. Si al aspecto general de Seúl se le suma el alumbrado especial de Navidad, el resultado ya es inevitablemente hortera. La ciudad parpadea frenética en un ejército de luces que ciegan al paseante. Entre las pantallas digitales, los letreros de los comercios y los reclamos navideños resulta imposible escapar del marketing, algo se te queda y acabas teniendo ganas de comprar cualquier cosa. Pero más allá del efecto materialista de los anuncios, el ambiente se envuelve en un diseño entre oriental y futurista, como si de un callejón fuera a salir corriendo uno de los replicantes de Blade Runner. Ridley Scott sin duda visitó Seúl.

Dicen que los saltamontes fritos saben a frutos secos y que una tarántula asada es como el marisco, pues bien, los gusanos saben a gusanos

Lo más aconsejable si se dispone de tiempo es dejarse llevar y cenar poco a poco de puesto en puesto. La gastronomía es variada y picante para tortura del pobre Alfonso que no acababa de acertar con el menú. Los coreanos se han acostumbrado a comer en la calle. Las aceras están tomadas por puestecillos humeantes que emanan todo tipo de olores apetecibles. Hay una excepción. Descubrimos una olla cuyo contenido no resultaba atractivo ni a la vista ni al olfato. “Son gusanos de seda” nos contestaron sacándonos de dudas y sometiéndonos al dilema de una nueva pregunta: “¿grabamos esto? por lo de integrarse en el ambiente…” Al día siguiente lamenté que el puesto siguiera en el mismo lugar. Yo debía presentar primero y probar después. Me disculpen los escrupulosos. Dicen que los saltamontes fritos saben a frutos secos y que una tarántula asada es como el marisco, pues bien, los gusanos saben a gusanos. No le encontré ningún otro parecido y si alguna vez, en un delirio escatológico hubiera imaginado el sabor de un gusano sería exactamente así de desagradable. Lo que no entiendo es cómo siguen vendiéndolos junto a carnes bien cocinadas, verdura exquisita y rollitos de arroz.

El clima cambió. La lluvia molesta se transformó en tormenta de nieve y por enésima vez escapábamos del invierno apenas empezaba a blanquear la ciudad. Las navidades estaban cerca y nos íbamos de Seúl aliviados por dejar el frío, pero inmediatamente asumimos la gélida realidad. Nuestro siguiente destino era Alaska.

 

 

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Comentarios (3)

  • Lydia

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    ¡Cómo me ha gustado! Tus relatos, además de describir maravillosamente los lugares que visitas, transmiten muchos sentimientos y emociones. Te transportan.
    Has explicado muy bien cómo siempre puede más el gusanillo por empezar la visita que el cansancio.
    La comparación con la película Blade Runner, nos da una idea precisa sobre el aspecto de Seúl por la noche.
    Recorrer el barrio de Insadong, debe ser un gustazo, tanto por los abrazos como por la mezcla de cosas que se encuentran.
    Gracias por compartir estas experiencias y enhorabuena por contarlas tan bien.

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  • Daniel Landa

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    Gracias a ti por seguirnos! Me alegra que consiga transportarte a lugares interesantes como Seúl.

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  • Rosa

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    Como siempre relato interesante, animado y emotivo. Gracias.

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