Hace unos días viajaba de Cardiff a Londres, en un tren que atravesaba praderas yermas y ciudades de ladrillo oscuro, limpias, británicas. Pero un libro me llevaba lejos de allí, hasta el norte de México, hasta la Sierra de la Tarahumara, tan escarpada, tan vertical que hoy nadie se atreve a asomarse al mundo de los rarámuris, porque es irremediable el vértigo que producen las montañas y el olvido de los hombres que las habitan.
El libro: “Amara. Un viaje tras las pisadas del pueblo rarámuri” narra la experiencia de su autor, Santiago Tejedor -codirector del Máster de Periodismo de Viajes de la UAB-, tras convivir con las familias de la Tarahumara. Un relato conmovedor que retrata el día a día, la noche a noche, de estas comunidades. Y entonces sentí el sobresalto de un recuerdo inacabado, porque yo estuve allí, en esas sierras, sin cruzar la línea del turismo indígena, sin palpar el frío de sus cabañas. Viví de puntillas el encuentro con los rarámuri y hoy, pienso, merecen tal vez un grito plasmado en un puñado de palabras escritas a destiempo.
El color alegre de sus vestidos disimula el drama de un pueblo que ha existido desde siempre, que ha crecido con la misma resignación que crecen sus montañas
Fue hace ya algunos años. Llegamos a la ciudad de Creel, en el estado de Chihuahua, a bordo de un coche que pretendía dar la vuelta al mundo. Allí sentimos por vez primera la colisión cultural que nos separa de los indígenas. El color alegre de sus vestidos disimula el drama de un pueblo que ha existido desde siempre, que ha crecido con la misma resignación que crecen sus montañas. Ellas son la parte más visible para el turista, porque ellas custodian las misiones cristianas y ellas confeccionan las cestas de mimbre. Junto al lago Arareco o en la localidad de Cusárare, las mujeres serenan el paisaje con su paciencia.
Los hombres y muchos de los niños andaban tal vez sorteando sendas, cazando semanas para su familia en forma de conejos, serpientes o ardillas. Hay que adentrarse en las barrancas, escalar paredes, calzarse botas de montaña, caminar muchas horas, muchos días, para atisbar la realidad de estas comunidades que se presenta con sandalias y silencios, porque el pueblo rarámuri apenas habla, si nada tiene que decir. Son tímidos, o quizás son prudentes, son duros como sus rocas de granito y pacíficos como sus ríos. Han sufrido, como tantos otros pueblos, la embestida del hombre blanco, la confusión de sus credos y la emboscada del progreso. Hoy cuidan sus iglesias, mientras danzan sus tradiciones; siguen protegiendo sus ritos pero el reclamo del alcohol ha desviado a algunos y ha vaciado las cabañas.
Siempre ha sido así, la sierra es la excusa para seguir vivos como rarámuris, como hombres de pies alados, corriendo sin descanso, huyendo de nosotros.
Sin embargo, muchos encuentran en la formidable geografía de la sierra una oportunidad para el olvido. Allí se escapan,allí se esconden de la imposición del resto del mundo. Siempre ha sido así, la sierra es la excusa para seguir vivos como rarámuris, como hombres de pies alados, corriendo sin descanso, huyendo de nosotros.
Cuenta Santiago Tejedor que hoy llegan noticias desesperadas de la sierra. Que el frío gana el pulso a los hombres, que mueren sus animales, que se pierden las cosechas, que algunas mujeres se lanzan por los precipicios como quien se despoja de toda esperanza. Me pregunto si no les empujamos nosotros, si no les hemos conducido al borde del abismo con nuestra codicia expansiva primero y nuestra indiferencia después.
Llego a la estación de Paddington, en Londres. Hace frío. Hay puestos de comida rápida por todas partes, gente que va y viene sosteniendo un café entre las manos, kioskos que venden periódicos, muchos periódicos, pero en sus portadas no dicen nada de un pueblo que se muere.