Han pasado 13 años y aún me sigo reconociendo en las selvas. Aún siento como se aligera mi espíritu llevando un trípode y todavía disfruto cuando me despeina la aventura. Por aquel entonces me encontraba en el Parque Nacional de Chitawan, en Nepal. Llegamos allí a bordo de un Ford Mondeo que partió del Mirador de Autilla del Pino, en Palencia, mi casa. Aquella travesía nos llevó más tarde hasta Singapur con el ritmo que impone la ilusión desmesurada y la osadía de la inexperiencia. Poco después editamos la serie “Palencia-Singapur, el viaje de los tres océanos”, y sí, yo también creo que hay nombres mejores, pero en ese título cabían 20.000 km inolvidables, una ruta llena de carcajadas y un pasaporte hacia el mejor trabajo del mundo: el periodismo de viajes.
Hace apenas unos días, La 2 de TVE emitió el último capítulo de una serie documental que he dirigido: Un Mundo Aparte. Narra una vuelta al mundo de dos años por carretera acercándonos a las poblaciones tribales. Me siento feliz, lo confieso. Nuestra historia se ha emitido por todo el mundo, desde National Geographic a Univisión o TVE. Millones de personas han viajado con nosotros desde un sofá, han sabido de nuestras andanzas por el mundo y se han acercado a los indígenas que nosotros retratamos. Somos periodistas, contadores de historias. De eso se trata. Sin embargo, la vocación no entiende de audiencias y ese es el precio que debemos pagar, el de nuestro propio entusiasmo.
Resulta imposible desviar el rumbo de los audaces
Acabo de regresar de Barcelona, de un Congreso de Viajes, Comunicación y Aventura que organiza la Universidad Autónoma de Barcelona y al que he sido invitado como ponente. Mientras hablaba de la vuelta al mundo he visto la mirada encendida de los estudiantes, su inquietud nerviosa, su terquedad incluso. Resulta imposible desviar el rumbo de los audaces. Algunos ya habrán trazado líneas en un mapa, ya se habrán inventado carreteras, y atisbarán los destellos de un aeropuerto hacia lo desconocido. Ya están perdidos porque tienen fe. Pocos oficios mezclan las horas extras con los sueños cumplidos, la emoción con el talento. Así se va forjando un trabajo que es vida y se vive para contarlo. Y allí, a la vuelta, entre las sombras, está siempre esperando el mezquino, para aprovechar la euforia del intrépido, su sagrado esfuerzo. Sólo pude prevenirles: “no dejéis nunca que comercialicen con vuestras ilusiones, porque esto de contar el mundo es, ante todo, un oficio.”
Fue entonces cuando me evadí por un momento hasta el recuerdo de aquel primer asalto a la libertad de una ruta sin agencias, a aquel Palencia-Singapur. Tenía 25 años y toda Asia por delante. Éramos dos reporteros y un cámara dispuestos a contar aquella travesía. Nada nos diferenciaba de los alumnos del Congreso de Barcelona, teníamos las mismas ganas de partir, con la misma mirada en fuego. Encontramos patrocinio en una época en la que los responsables de comunicación no temblaban de miedo y así, recién estrenado el traje de periodista, con una sonrisa que nos llevaría a Singapur, emprendimos el primer gran viaje de nuestras vidas.
Recién estrenado el traje de periodista, con una sonrisa que nos llevaría a Singapur, emprendimos el primer gran viaje de nuestras vidas.
Vivimos la tensión de una guerra, fuimos escoltados en los desiertos de Pakistán y llegamos a las faldas del Himalaya. Y por alguna razón, mi mente se quedó allí, en el Parque Nacional de Chitawan, muy cerca de la frontera con la India.
Habíamos conocido a Alicia, una chica alicantina que pasaba por allí, y como nos caía bien la llevamos por todo el país, porque así funcionan estas cosas, sin más análisis. Ella nos acompañó al parque donde habita más de un centenar de tigres. Entramos de casualidad por una puerta que sólo custodiaban los guardas, pero como les caímos bien, pues eso, nos dejaron pasar. Y allí nos adentramos, confiados porque nada podía pasarnos, porque nos reconocíamos en las selvas, porque nuestro espíritu se aligeraba con un trípode y disfrutábamos con la aventura que nos despeinaba. Éramos unos inconscientes. Veíamos un elefante entre la maleza y no dudábamos en acercarnos, pues era imposible no rendirse a tamaña novedad. ¡Mi primer elefante en libertad! Lo grabábamos todo, lo disfrutábamos todo. Caminábamos sin guía por las sendas de los tigres y luego veíamos a los monos enredándose en los árboles de la selva.
Recuerdo que el pobre Orson, nuestro cámara, me miró con gesto de disculpa para decirme que se había quedado sin batería y yo sentí el mismo desconsuelo que siento ahora cuando llegamos tarde a un atardecer. Con la cámara apagada miré una de las estampas más hermosas que he visto en mi vida. Un rinoceronte bañándose en una laguna, junto a un árbol plagado de garzas, en mitad de la selva de Chitawan y al fondo, la brusquedad nevada de la cordillera del Himalaya. Y esos son los instantes que quedan para el viajero que descansa de ser periodista.
Esos son los instantes que quedan para el viajero que descansa de ser periodista
Se nos había hecho tarde y no tuvimos tiempo de salir del parque así que dormimos en unas cabañas. Me conformé con escuchar el rugido de un tigre ya de madrugada. Al amanecer, con las baterías y los ánimos recargados, salimos a contemplar la bruma y el sol quemando la selva. Viajamos con la alegría de un niño en una juguetería, en un desvelo permanente, porque entendíamos que aquel era nuestro oficio, que todo merecía la pena, que no había argumentos en el mundo para cambiar nuestros pasos.
La serie documental Palencia-Singapur, el viaje de los tres océanos tuvo una digna repercusión autonómica, pero ninguno de nosotros se molestó en valorar las audiencias. Pienso con nostalgia en esos días, con Alberto y Orson, en aquel coche cruzando carreteras destartaladas, en mis elefantes, en las mezquitas de Irán… en el viaje en que comprendí que ya no había marcha atrás.
Hoy he abierto un mapamundi y he trazado una línea roja. No lo puedo evitar, tengo fe, me invento nuevas carreteras, atisbo aeropuertos, sé que estoy perdido… y ya no tengo 25 años.