El aire era cálido, la temperatura alta y en el ambiente se mezclaban un frenesí de cláxones con el runrún de viejos motores que reclamaban su jubilación. Las motocicletas, en las cuales viajaba hasta una familia entera, poblaban la carretera cual enjambre de insectos. Un autorickshaw me trasportaba camino de Colombo, principal urbe de Sri Lanka, y no podía evitar prácticamente saltar de él y tratar de observar y asimilar todo cuanto veía. Se trataba de mi primer contacto con Asia, un continente que te enfrenta a la realidad de sus gentes, que te da la ocasión de descubrirte a ti mismo y lanzarte a la aventura de viajar sintiéndote tan solo ciudadano de un mundo por descubrir, por vivir.
Colombo no figura entre los destinos vacacionales más populares, tampoco aparece en los catálogos que muestran playas de arena blanca que nunca terminan, gracias a lo cual resulta tan atractiva. Su historia se remonta al siglo V, cuando mercaderes árabes establecieron un puerto y una pequeña colonia que abastecía a sus rutas comerciales. En 1505, el navegante portugués Lorenzo de Almeida fondeó en Colombo y logró hacerse con el monopolio del comercio de especias y canela. En 1658, serían los holandeses quienes fijaran su atención en esta isla, reemplazando a Portugal en su dominio. A comienzos del siglo XIX, la isla pasó a ser colonia de la corona británica y en 1815 Colombo fue proclamada capital de la entonces llamada Ceilán. Esa es la historia, como siempre clave para entender un lugar.
Cada pocas manzanas me encontraba con un control militar. La zona había sido objetivo de los atentados terroristas del LTTE, la guerrilla de etnia tamil
Había reservado hotel a través de una agencia, así que resultó ser un hotel mas occidental que autóctono, perfecto para relajarse y disfrutar de la estancia, pero baldío si lo que uno buscaba era impregnarse de la ciudad y tratar con sus habitantes. Probablemente era un oasis lo que buscaran muchos de sus huéspedes, un espejismo que evita que enfrentar las realidades que aparecen al abandonar los mullidos sofás de la cafetería donde uno saborea el afamado té negro de Ceilán mientras el aire acondicionado y las melodías del hilo musical evitan que tu mente piense en otra cosa que no sea disfrutar del momento. Las puertas automáticas de entrada al hotel se abrieron y comencé a caminar mientras el bochorno tropical me abrazaba.
El centro de la ciudad lo ocupa una zona conocida como Fort, debido a que allí se emplazaron las fortificaciones militares de los colonizadores. Las calles muestran edificios de arquitectura claramente inglesa y holandesa, junto a los que se alzan modernos rascacielos. Cada pocas manzanas me encontraba con un control militar. La zona había sido objetivo de los atentados terroristas del LTTE, la guerrilla de etnia tamil que hasta 2009 estuvo luchando por la independencia del norte del país. Resultaba curiosa la fiereza que deseaban transmitir los soldados, todos ellos con su fusil en la mano, y muchos de ellos sin cordones en alguna de las botas. Me pregunté si serían capaces de perseguir a alguien, pero imagino que teniendo balas lo de correr se lo dejarían al sospechoso.
Entre control y control llega uno a Pettah, barrio famoso por su bazar. Aquí puede uno sumergirse entre los vecinos que recorren los puestos de verduras negociando el precio, comprar bananas a un niño o simplemente curiosear entre las mercaderías. Cuando uno desea tomarle el pulso a una ciudad hay varias cosas que nunca fallan. Además de disfrutar de la algarabía de sus mercados, debe uno acercarse a los lugares donde se disfruta del tiempo libre. En el caso de Colombo, uno de ellos es Galle Face Green. Se trata de una zona junto al mar, con una franja de playa y una extensa área de paseo. Decidí acercarme al atardecer. Numerosos niños hacían volar sus cometas mientras sus padres jaleaban su destreza, las mujeres charlaban animadamente dejando que la brisa bailara con sus saris, y grupos de jóvenes trataban de cautivar con sus sonrisas a alguna muchacha que disfrutaba de un refrescante lassi. Sentado sobre un banco, trataba de retener en mi memoria los colores audaces de un sol que ya se despedía, y allí, a más de 10.000 kilómetros de mi hogar, comenzaba a sentir Asia sin imaginar que en ese continente acabaría por sentirme como en casa.
El frenético tráfico inundaba con su polución a los vendedores que a pie de calle ofrecían pescado fresco
Mi estancia en Colombo se produjo seis meses después del tsunami que asoló el sudeste asiático en diciembre de 2004 causando más de 30.000 muertes en Sri Lanka. Tomé temprano un autorickshaw y recorrimos Galle Road en dirección sur. Me resultaba curioso que una arteria principal de la ciudad mostrara sin complejos una caótica sucesión de edificaciones ruinosas, oficinas, restaurantes de comida rápida y talleres mecánicos que vendían neumáticos de segunda mano. El frenético tráfico inundaba con su polución a los vendedores que a pie de calle ofrecían pescado fresco. Los peatones trataban de cruzar la vía mientras los conductores hacían sonar la banda sonora de Colombo, bocinazos, gritos y música a todo volumen desde algún moderno automóvil cuyos dueños precisaban manifestar su presencia.
Una hora más tarde, llegamos al lugar. Caminamos a pie unos metros y comencé a observar el panorama de la desolación. La mayor parte de las casuchas estaban derruidas, andar significaba hacerlo entre bloques de ladrillo, restos de muebles, maderas y ropas. Con el viento del Índico golpeando mi rostro traté de imaginar el sonido de las aguas al llegar a tierra, los gritos, la confusión, mientras las aguas sentenciaban inútil la lucha de muchos. Entablé conversación con un hombre que me mostró lo que había salvado de su hogar. Eran dos pequeños cuartos. Apenas pude ver un colchón, un ventilador, unas cacerolas, un saco de arroz, unos cocos y verduras. A los niños les divertía mi visita y no cesaban de interrogarme; incluso entre basuras y miseria las miradas infantiles contagian alegría. El padre, señalando mi cámara fotográfica, me dijo: Cuando vuelvas a tu país, enseña las fotos. ¿Vendrá alguien entonces a ayudarnos? No lo sé, no lo sé. – Y no pude decir más.
Las puertas automáticas del hotel se abrieron a mi llegada. El aire acondicionado, la música ambiental, las plantas que adornaban la recepción e incluso el amable camarero se me hacían insoportables espejismos entre dunas de realidad. Creo que fue en ese momento cuando comprendí que hay lugares en los que dejas una parte de tu corazón y viajes que cambian algo de tu ser.
Más información en: www.infoviajero.es
El camino
Mirar internet, no tengo ninguna línea aérea que recomendar. Eso sí, la mayoría de vuelos hacen dos escalas
Una cabezada
En Colombo hay dos los hoteles que he visitado. Uno de ellos es el Gran Cinnamon Hotel, recientemente ha sido remodelado y sus tarifas son elevadas. Otra opción es el Taj Samudra Hotel. Ambos son hoteles de categoría. Pero si volviera, o mejor dicho cuando vuelva a Colombo, optaré por algo mucho más sencillo y local.
A mesa puesta
El restaurante del Gran Cinnamon Hotel es sencillamente espectacular y resulta ideal si necesitamos huir de los platos picantes tan tradicionales de Colombo. Su cocina internacional es de primera. Pero para las comidas diarias os recomiendo probar los puestos callejeros y pequeños locales. Si tenemos un mínimo de cuidado al elegir no tendremos ningún problema.
Muy recomendable
Pasear por las calles es deleitable y mucho más sencillo que en India ya que no se persigue tanto a los turistas. Si deseamos comprar recuerdos, las tallas de elefantes en madera son fantásticas y por supuesto hay que comprar te de Ceilán. Como siempre, lo mejor se esconde tras los lugares más turísticos y visitados.