Sobre la ciudad tibetana de Gyantse algún dios caprichoso debió lanzar un día una maldición. Sus dos grandes tesoros, un monasterio y una fortaleza (dzong), fueron destruidos sin piedad. Al primero se lo llevó por delante la revolución cultural y al fuerte, la invasión británica de 1904. Pero como los dioses aprietan pero no ahogan, al menos le queda una de las más impresionantes estupas (monumentos funerarios) del Tibet y unas sensacionales vistas del valle del Nyang-chu.
Nos ha costado llegar a Gyantse (3.950 metros de altitud) casi siete horas, a una estimable media de menos de 40 km/h. La ciudad nos recibe con una gasolinera repleta de tractores esperando para llenar de combustible sus depósitos (o la estación de servicio está de promoción o es el día establecido por el Gobierno chino para el repostaje del gremio). Gyantse es una avenida kilométrica con más carriles que coches escoltada por sendas ringleras de comercios cortados por idéntico patrón. Una gran rotonda distribuye el inexistente tráfico con unos semáforos que nadie respeta, porque los peatones la cruzan con total despreocupación. Aquí hay poco que hacer salvo recrearse en el pálido reflejo de su esplendor perdido.
Pero Gyantse fue hasta el siglo XV un importante centro comercial en la ruta hacia la India. Todavía hoy, aquí se fabrican las alfombras más preciadas (y también las más caras) del Tíbet. Un consejo si están interesados en comprar una: el trabajo artesanal de la amplia comunidad tibetana de Katmandú no tiene nada que envidiar al de la fábrica de Gyantse y el precio es más asequible.
Una gran rotonda distribuye el inexistente tráfico con unos semáforos que nadie respeta, porque los peatones la cruzan con total despreocupación. Aquí hay poco que hacer salvo recrearse en el pálido reflejo de su esplendor perdido.
Estamos alojados en el hotel Wutse (habitaciones amplias y baños limpios, pero antiguos y oxidados). A partir de aquí, los futuros alojamientos nos harán añorar durante días el lujo de un inodoro.
Las bondades de la revolución cultural
Sin tan siquiera abrir las maletas, subimos a visitar lo que queda del monasterio de Pelkor Chöde, en la parte norte de la ciudad (mejor acercarse en coche). De los antiguos 18 monasterios de esta ciudad-convento construida en el siglo XV, ahora sólo sobreviven dos (la revolución cultural china, como se ha apuntado, fue desastrosa para los centros espirituales del Tíbet y éste no fue una excepción). Milagrosamente, el kumbum (estupa o monumento funerario) sobrevivió para orgullo de Gyantse y asombro de los visitantes. Sus seis pisos y 77 capillas se elevan 35 metros sobre el suelo esparciendo su misticismo por el límpido cielo tibetano. El santuario ha tenido que ser restaurado para enmendar en lo posible los desmanes de Pekín, que ahora cobra diez yuanes por fotografiar cada capilla. En su última planta, los ojos de Buda vigilan omnipresentes, desde cada uno de sus cuatro lados, el vasto valle del Nyang-chu.
La tarde languidece en Gyantse entre tolvaneras que anuncian la llegada del Monzón. Pronto rompe a llover. Cenamos en el restaurante Yak (recurrente nombre para cualquier negocio tibetano que se precie). El pollo con champiñones es de lata y la pizza, simplemente, se deja comer. Somos los únicos comensales. En Gyantse se ven pocos turistas. Apenas nos hemos cruzado con una decena por las calles de la ciudad. Antes de dormir hay que cumplir con el ritual diario de la aspirina para ponérselo difícil al mal de altura. Hace más frío que en Lhasa y el viento zarandea las puertas del hotel, que tiene el agujero del pestillo demasiado ancho, y ese continuo batir de puertas y el ocasional ladrido de los perros entretiene al insomne. Mañana nos espera la visita al dzong.