La mirada del otro

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
Previous Image
Next Image

info heading

info content

Es un interrogante con mil rostros. En la carretera, en las cunetas, en los campos de labranza, alrededor de un transistor, a la sombra de un árbol, en un autobús atestado, en el remolque de un tractor, entre los puestos de un mercado. La mirada del otro te sorprende a cada paso, a veces fugaz, otras infinita. Zarandea, inquieta, enternece, te obliga a reflexionar, según. Sucede que, cuando estamos tan lejos de casa, el otro somos nosotros.

Siempre que llego a un sitio nuevo procuro cumplir con tres normas casi sacrosantas: viajar en transporte público, entrar en un bar a tomar una cerveza y pasear por un mercado. Es una forma rápida de tomarle el pulso al lugar. Si de desplazamientos se trata, prefiero sin duda alguna la carretera al avión o al tren. Me he dado auténticas palizas de coche por infames pistas-trampa, desdeñando el avión, con el único afán de ver la vida pasar a ras de suelo. Horas y horas de carretera. Kilómetros y kilómetros de sensaciones, de poblados colgados de la nada, de pequeños que saludan con entusiasmo antes de perderse en la tolvanera, de campesinos acarreando sus aperos, de ancianos que esperan la muerte con la parsimonia de una iguana. La vida, en fin.

He cruzado muchas miradas con gentes que no volveré a ver. Pasa todos los días en el metro, pero sin la pesadumbre de la rutina es otra cosa. Algunas me han helado el ánimo, otras me han dibujado una sonrisa en el corazón, unas pocas han dejado un poso de amargura en mi ya pesado equipaje de miserias. Las de los niños son siempre inolvidables. A veces, he querido parar unos minutos, y en ocasiones lo he hecho, para ayudar a reposar esas impresiones fugaces y ver si eran sinceras o un destello engañoso. Pero cuando tú eres el otro, los demás te tratan como tal. ¿Qué derecho tienes entonces a esperar que no te vean como otro estúpido hombre blanco podrido de dólares? Y eso no tiene nada que ver con lucir un aspecto desharrapado o impecable, con viajar en todoterreno o en un matatu, con cargar con mochila al hombro o maleta a cuadros de Louis Vuitton. Siempre serás, a sus ojos, un dólar con patas. Y es comprensible.

Pienso en esto mientras zangoloteo camino de Shigatse, la segunda ciudad del Tíbet, y sorprendo a una mujer desaguando en cuclillas en el poblado de Drongtse. No adivino un ápice de rubor en su mirada cuando se siente observada por el extraño, pero sí tengo la sensación de estar invadiendo su intimidad, una intimidad que, en su caso, está en la calle, donde nadie la mira por agacharse a mear.

El turista, ciertamente, es un especímen bien extraño que, entre otras rarezas, aprovecha sus vacaciones para madrugar.

Me fijo en los rostros atezados de los campesinos que van a trabajar al campo con sus tractores y carretas, algunos con los niños a cuestas. No hay con quién dejarlos (sorprende que en una sociedad tan distante de la nuestra en mentalidad y bienestar se reproduzcan los mismos inconvenientes). Seguramente, se preguntarán qué se nos ha perdido por aquí y por qué madrugamos tanto si no tenemos que arar los campos de labranza. El turista, ciertamente, es un especímen bien extraño que, entre otras rarezas, aprovecha sus vacaciones para madrugar.

Para bien o para mal, la mirada del otro a veces engaña. Hace unos años, viajando por territorio de los gumuz (históricamente tierra de razzias esclavistas), al norte del Nilo azul, en Etiopía, habíamos subido a regañadientes a nuestra pick-up a un hombre de mirada torva y kalashnikov al hombro. Tenía una larga caminata hasta su poblado y Juan, el misionero comboniano que conducía la furgoneta, no sabía decir que no, así que teníamos la parte trasera a punto de reventar de pasajeros. Cuando llegamos a su destino, el tipo insistió con vehemencia en que le acompañáramos a su choza para invitarnos a un café, toda una ceremonia de hospitalidad en la antigua Abisinia. Le insistimos en que estaba anocheciendo y que todavía teníamos un buen trecho por delante. Por un momento pensé que nos iba a llevar a su casa encañonados, pero al final se dio por vencido. Su mirada era ahora limpia, transparente, como si perteneciese a un hombre distinto. Kalashnikov a la espalda, se encaminó a su poblado entristecido por no haber podido corresponder a nuestra amabilidad.

La cruz de esta experiencia, en otras miradas. Lo conté en VaP. Un enjambre de chiquillos zarrapastrosos que encogen el ánimo. Unas fotos a los pies de un hermoso glaciar camino del altiplano tibetano. Nos rodean, se suman espontáneamente a la instantánea con sus ralas ovejas en brazos. Reciben menos monedas de las que creen merecer. La amabilidad de sus ojos muda en tristeza, primero, y en indignación y desprecio después. Una niña nos lanza una piedra mientras huimos. La mirada del otro, ya digo.

  • Share

Comentarios (5)

  • Luis Campos

    |

    Si me lo permite, desde este momento hago mias sus tres normas. Le felicito por su emocionante reflexión sobre el otro, ¡que gran paso da uno cuando se convierte en el extraño, en el extranjero!

    Contestar

  • Ricardo

    |

    Muchas gracias, Luis. La verdad es que viajar te aleja de intransigencias y te vacuna contra la alergia a lo desconocido. Sentirse extraño amplia la perspectiva de los demás y es un excelente antídoto contra los prejuicios, que tantos daños nos causan.

    Contestar

  • Alisetter

    |

    Cuánta razón tienes, qué bien expresado. Sí, es una de las cosas que siempre destaco cuando cuento mis andanzas por el mundo a gente que, tristemente, no sale tanto ni tan lejos, y sobre todo que no pone atención a este gran fenómeno: tú eres el otro, tú vas a observarles y te encuentras con que tú también eres objeto de observación, curiosidad, y por qué no, fuente de recursos (al fin y al cabo, te permites ir hasta allí, parando tu actividad, derrochando dinero en un viaje «improductivo», desde su punto de vista). Una pequeña cura de humildad, o todo lo contrario, según se mire y según las circunstancias… He visto cómo algunos se agobian cuando son objeto «excesivo» de esas miradas. Qué pudorosos y qué celosos de nosotros mismos nos hemos vuelto. Efectivamente, los viajes te hacen relativizar el egocentrismo y las intransigencias, te ayudan a empatizar con gentes, países y culturas que a menudo ves en las noticias de sucesos de los Telediarios… Si quieres, por supuesto, sólo si quieres.

    Contestar

  • Ricardo

    |

    Subrayo todo lo que dices, Alisetter, ése es efectivamente el espíritu de lo que he intentado plasmar en este post. Me alegra que hayas visto reflejadas tus experiencias viajeras. Ese es el espiritu de VaP.

    Contestar

Escribe un comentario