El monasterio de Tashilumpo era el hogar de la segunda autoridad del Tíbet, el Panchen Lama. Cuando el Dalai Lama huyó por la invasión china, Pekín buscó y encontró su respaldo. Pero el idilio duró poco y el Panchen Lama terminó encarcelado. Estoy en Shigatse, a los pies de la estatua de Buda más grande del mundo. Un monje me pide 30 yuanes por fotografiarla. ¿Será verdad que algunos de ellos son agentes chinos?
Catorce años. Durante ese tiempo, no hubo ni rastro del Panchen Lama que había sido complaciente con la invasión china. Esa foto con Mao era el aval que el régimen comunista necesitaba para acallar las atrocidades que estaba sufriendo el pueblo tibetano (no fue el único, un jovencísimo Dalai Lama también quedó deslumbrado por el gran timonel en un primer momento). Pero el Panchen Lama salió rana. Terminó dando un puñetazo en la mesa y denunció al propio Mao los desmanes chinos en el Tíbet. Estaba a punto de caer en desgracia.
La ocasión la pintaban calva durante las celebraciones del Gran Festival Anual de la Oración en Lhasa en 1964. Como primera autoridad espiritual de los tibetanos en ausencia del Dalai Lama, la multitud esperaba con expectación sus palabras. China también. Era su última oportunidad para marcar distancias con el Dalai Lama para alivio de Pekín, interesado siempre en enfrentar a ambas autoridades para pescar en río revuelto. Sucedió todo lo contrario. El Panchen Lama clamó por la independencia del Tíbet e hizo votos para que el Dalai Lama se sentase “de nuevo en el trono”. Era mucho más de lo que los jerarcas comunistas estaban dispuestos a tolerar. Fue encarcelado y torturado y, de fiel aliado, pasó a ser “una gran roca en el camino hacia el socialismo”.
Es una presencia realmente sobrecogedora la de este Buda bañado en 300 kilos de oro y piedras preciosas
Al Panchen Lama se lo tragó la tierra durante catorce largos años. Desesperado, intentó suicidarse varias veces en prisión. Reapareció en 1978, pero los años de reclusión y la amenaza de regresar a la cárcel silenciaron sus críticas públicas. Trabajó en la sombra por la conciliación entre chinos y tibetanos y regresó al Tíbet en la primavera de 1982 para morir rodeado de sus montañas. Siete años después, falleció de un ataque al corazón en su querido monasterio de Tashilumpo a los 53 años. Muchos piensan todavía que fue envenenado por el Gobierno chino.
El “cobrador del frac” budista
Fundado en 1447, Tashilumpo es una razón más que suficiente para que Shigatse figure en los mapas. Nada más entrar en la avenida principal, los tejados dorados de los mausoleos de los panchen lamas llaman enseguida la atención de los visitantes. A la izquierda queda la capilla de Jampa (Maitreya), el Buda de la Bondad, inmortalizado con una imponente estatua de 26 metros de alto. Erigida en 1914 bajo el auspicio del noveno Panchen Lama, casi un millar de artesanos y obreros participaron en su construcción durante cuatro largos años. Es una presencia realmente sobrecogedora la de este Buda bañado en 300 kilos de oro y piedras preciosas.
En una esquina, un monje sentado con las piernas cruzadas sobre un jergón se mantiene ojo avizor. Por cada foto hay que pagar 30 yuanes y este “cobrador del frac” budista no baja la guardia. Frente a semejante magnificencia, sorprende ver a las ratas pasear a su antojo por las imágenes sagradas. En el antiquísimo salón de las asambleas, donde los monjes se reúnen a rezar después de las comidas, dos enormes roedores trepan, ante la indiferencia de los religiosos, por la imagen de Sakyamuni, “El sabio de Sakya”, el Buda originario, conocido por los tibetanos como Sakya Thukpa. Hay que tener cuidado: circulan decenas de historias sobre monjes afines a Pekín dispuestos a denunciar al peregrino o al turista sorprendido con una foto del Dalai Lama o censurando la política china en el Tíbet.
El Assembly Hall es un buen lugar para sentarse a observar a los monjes y a escuchar sus letanías espirituales. Sobre un pequeño atril sitúan los pergaminos con las oraciones. Iluminada la estancia apenas por unas pocas lamparillas de manteca de yak, la atmósfera que envuelve al visitante tiene un halo de irreal, de placentero pellizco de otra época. Ese misticismo envolvente no es eterno y se disipa de forma grotesca cuando el monje que dirige los rezos se pone a contar los fajos de yuanes que dejan los turistas. Es el peaje de la globalización.
Viaje a la Edad Media con vaqueros
Frente al buda gigante de las ratas gigantes, las tumbas de los panchen lamas desmerecen un tanto, aunque los impresionantes mandalas (representaciones circulares del mundo espiritual del budismo) que decoran las techumbres justifican por sí mismos la visita. Pero lo mejor, insisto, es recorrer las diferentes capillas con los ojos bien abiertos y la capacidad de sorpresa intacta. Es un viaje a la Edad Media con pantalones vaqueros y cámara digital. Frente a la tumba del cuarto Panchen Lama, la única que sobrevivió indemne a los perniciosos delirios de la Revolución Cultural, un viejo monje nos golpea en la espalda con un herrumbroso cuchillo de desoyar yaks para curarnos los dolores lumbares, pero el anciano de manos sarmentosas lo hace con tal brío que a punto está de descoyuntarme alguna vértebra. La medicina natural tiene estas cosas.
Es difícil tener espíritu emprendedor en un sitio donde los camareros cortan las servilletas en cuatro trozos para ahorrar papel
En cualquiera de las azoteas las vistas del valle son espectaculares. Más aún desde el kora (circuito espiritual alrededor de los lugares sagrados del budismo tibetano) que circunda el monasterio, salpicado de excrementos humanos y alguna que otra rata muerta, seca como el esparto. Damos una pequeña limosna a una anciana mendiga y a una monja que custodia un enorme molinillo de oración que hay que rodear tres veces y, tras cuarenta minutos de caminata, descendemos hacia el barrio tibetano dejando a un lado el camino que lleva a la fortaleza destruida por los chinos. Los perros nos ladran mientras sorteamos callejuelas de charcos de barro, piedras como panes y mujeres hilando en cuartuchos oscuros. De vuelta al hotel Tenzin, intentamos tomar un café en el restaurante de la terraza con bonitas vistas del dzong. El camarero se ha debido tomar el día libre y nos vemos obligados a desistir. Está claro que la visión comercial no es una de las virtudes que adornan a los tibetanos. Es difícil tener espíritu emprendedor en un sitio donde los camareros cortan las servilletas en cuatro trozos para ahorrar papel.
Como en lugares como éste las tardes pueden resultar eternas, salimos a la calle para comprar algunos recuerdos en el bazar tibetano. Los profesionales niños mendigos nos persiguen durante buena parte de nuestro recorrido. No hay más turistas a los que conmover. Uno de ellos, que agita sin desfallecer dos repulsivas pezuñas de yak, parece sacado de “Viridiana”, la película del genial Buñuel donde una cuadrilla de menesterosos se dan un festín pantagruélico. En una ciudad sin apenas coches, los pocos que circulan quieren dejarse notar y no paran de hacer sonar sus claxones. Es la eterna liturgia de los que, aquí y allí, hacen de su vida un escaparate.
Como en nuestra ruta hacia el campamento base del Everest en Rongbuk nos quedan los días más duros, aprovechamos para darnos una ducha caliente que, seguramente, echaremos de menos en los próximos días. No queda papel higiénico y sólo hay una toalla sucia que han debido traer de otra habitación después de pedirles que nos cambiaran la única que teníamos. Las camas siguen sin hacer y no parece que hoy tengan intención de asear al cuarto. Pequeños inconvenientes, en todo caso, que no desmerecen la inmensa felicidad de adentrarse en la más maravillosa cordillera de montañas de la tierra.