Sudáfrica: de cigarros, robos y abrazos

Volver a andar por la calle con tipos que siguen tu estela pidiendo que les des algo que justifiquen sus pasos (muchas veces son tipos con hambre, otras con cara y, casi siempre, con graves problemas con el alcohol); subir a un autobús nuevo y vacío porque los blancos siguen usando sus coches y los negros sus minibus…
Ciudad del Cabo desde la Table Mountain

Volver a andar por la calle con tipos que siguen tu estela pidiendo que les des algo que justifiquen sus pasos (muchas veces son tipos con hambre, otras con cara y, casi siempre, con graves problemas con el alcohol); subir a un autobús nuevo y vacío porque los blancos siguen usando sus coches y los negros sus minibus; volver a sentir la ira que producen las agencias inmobiliarias y su despego y desgana a todo lo que no sea tu dinero; reencontrarte con gente solitaria, con la cabeza ida, que habla sola en las esquinas mientras sostiene sus pies por las aceras; contemplar los atardeceres de color hiena; saludar a gente que no te conoce; el sabor de las pizzas de Posticinno; el sushi de Wakame… Ya he vuelto a ¿casa?

Mi llegada a Sudáfrica me dejó una primera estampa nostálgica de buenos recuerdos y fin de fiesta. El aeropuerto de Johannesburgo está lleno de fotos de la World Cup; tres son las principales: Mandela con la copa; el actual presidente Jacob Zuma con la copa y Casillas levantando la copa (yo hubiera puesto en la que besa a la Carbonero, que mi puntito hortera no se queda en España cuando viajo). No puedo evitar volver a pasear con mi mente por aquel inolvidable momento que fue vivir aquí semejante fiesta (¿Cuánto ha cambiado este torneo, que tantos millones costó, a este país? Lo sabré ahora, en mi nueva etapa).

Luego, ya en Ciudad del Cabo, descubrimos que nos habían forzado las dos maletas. Alguien se había comido los chocolates suizos que Natasa traía a una amiga y nos habían usado el equipaje para mandar algo a alguien (me gusta el toque enigmático que le estoy dando a la historia). Descubrimos dentro de nuestras maletas algunas bolsas vacías que no eran nuestras y algunos restos de alarmas de zapatos. Cuando fuimos a denunciarlo a la compañía una alegre chica nos dijo “no sé qué ha pasado en este vuelo que viene lleno de incidencias”, mientras nos conducía a una cola donde esperaban cinco grupos. Es curioso, porque el año pasado en ocho países africanos (incluido Sudáfrica) y con una maleta sin candar no tuve ninguna incidencia.

Pueden ser encantadores y hacerte un gran favor, pero rara vez cruzan la línea emotiva.

Tras el aeropuerto llegó la calle. Ya digo, vuelven los cigarros que te piden a bocajarro no sólo los negros sin suelas, que también te piden tabaco, en bares de sushi y buenas vistas como el Wakame, blancos de los que parece que hablan con su espejo (reconozco que tengo una cierta manía, que se me pasa con el tiempo, a la alta “clase guapa” sudafricana).

Pero lo peor es que hemos vuelto a tener el mismo problema con la agencia a la que hemos contratado la casa. Básicamente, y para no alargarme, hemos alquilado una vivienda a la que nos ha costado quitar la mugre y en la que querían dejarme las cajas del anterior inquilino al que han echado por no pagar cambiando la cerradura. También tuve serios problemas con la agencia de año pasado, hasta el punto de que cuando estaba ya en Namibia me devolvieron un depósito en el que habían descontado hasta el presupuesto de poner la manecilla del microondas a cero. Todo lo hacen correctamente, sin aspavientos pero sin ninguna cercanía. Hay una cierta frialdad en los sudafricanos blancos que no logro entender. Pueden ser encantadores y hacerte un gran favor, pero rara vez cruzan la línea emotiva. Si vienen para acá no firmen ningún contrato sin chequear bien la casa y exijan hasta el último detalle antes de entrar. Por fuera, como le pasa un poco a la ciudad, todo parece perfecto, pero lo importante es saber que hay dentro.

Pero no sólo han llegado los momentos turbulentos: ha vuelto la sensación de libertad, las carcajadas a destiempo y el enorme choque vital que hay en este país y que en ocasiones emociona. Contaré una anécdota que sirva de ejemplo. Estaba, por la noche, en un bar de degustación de vinos, Harryd’,s, de la zona de Sea Point cuando veo salir a un enorme boer (un armario de cien kilos como son muchos de ellos) que lleva una bolsa con comida. Se le acerca un chico negro, algo bebido, que intentaba colocar gafas de sol a cualquiera que se moviera. Yo, desde cerca, veo la situación y me imagino al gigante blanco mandando a tomar por… al negro. El tipo le escucha y me parece que le vacila un poco. Yo pienso que se está riendo de él. El boer le pregunta al negro, entre sonrisas, que si tiene hambre. El chico le dice que sí. Le enseña entonces la bolsa con el pollo recién cocinado. El negro se ríe. Entonces, el armario blanco le da la bolsa, se dan un abrazo emotivo y veo irse al vendedor de gafas de sol feliz comiéndose el pollo con las manos y al boer introducirse con dificultad en su coche. Yo, algo emocionado, pienso: está bien haber vuelto.

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