La fiesta de no cumpleaños del Tíbet

El empeño chino por celebrar por todo lo alto en Lhasa la creación de la Región Autónoma del Tíbet es, para la población autóctona, algo así como el no-cumpleaños de Alicia en el País de las Maravillas. Pura paradoja: una fiesta donde sólo hay globos (banderolas chinas, carrozas, un imponente estrado frente al Potala, consignas por doquier) y una tarta con las velas sin soplar.

El empeño chino por celebrar por todo lo alto en Lhasa la creación de la Región Autónoma del Tíbet es, para la población autóctona, algo así como el feliz no-cumpleaños de Alicia en el País de las Maravillas. Pura paradoja: una fiesta donde sólo hay globos (banderolas chinas, carrozas, un imponente estrado frente al Potala, consignas por doquier) y una tarta con las velas sin soplar.

Cuesta dormir, la verdad, a más de 3.000 metros de altitud. ¿O serán los atropellados cambios de horario Madrid-Bangkok-Kathmandu-Lhasa? Sea como sea, la noche transcurre en una perenne duermevela. Lo más socorrido, desde luego, es echarle la culpa al mal de altura. Llovizna mansamente sobre Lhasa, una ciudad tomada por la propaganda oficial que mañana conmemora la vuelta al regazo chino del Tibet, en realidad la invasión del reino de las nieves por las tropas de Mao. El gigante amarillo ha preparado un gran desfile conmemorativo por la avenida principal (la única, en realidad) de la ciudad. Al viajero, estos alardes patrióticos le traen al pairo salvo cuando, como es el caso, acarrean más molestias que las inevitables. El Potala, reconvertido en parada y fonda de los prebostes del Gobierno, está cerrado al público hasta nueva orden. Queda, pues, olfatear los preparativos del desfile e intentar palpar, a uña de caballo, el ánimo con el que los tibetanos participan de la efeméride. Como siempre, ver para contar.

El espectáculo está en la calle. En la avenida que engalana la fantasmagórica presencia del Potala se suceden unas carrozas tras otras. Cada una glosa con sencillos dibujos las excelsas bondades que la presencia china ha traído al Tíbet: carreteras, modernidad, una red ferroviaria modélica y audaz por las montañas más altas de la tierra, educación, prosperidad… La verdad es que la capacidad del Gobierno chino para el autobombo (en eso no difiere demasiado de sus homónimos occidentales) no conoce límites. La estética está a medio camino entre el carnaval y una rancia cabalgata de Reyes. Los tibetanos las contemplan con fría indiferencia, resignados, como si el enemigo les hubiese metido el caballo de Troya en el salón de su casa.

La cla del desfile

De todos modos, el Gobierno chino, previsor, no ha dejado nada al azar y ya se ha asegurado el éxito del fiestón con la llegada de miles de compatriotas de la mayoritaria etnia han, que ejercen de turistas un tanto arrogantes (supongo que con ofertas 2×1 o con viajes del Inserso mandarín organizados para la ocasión). Son la cla del desfile. Vienen pulcramente uniformados con gorras y camisetas conmemorativas, muy entregados a la causa de jalear los logros de la propaganda oficial. Es otro minúsculo grano de arena en la tenaz tarea china de borrar en las nuevas generaciones la conciencia tibetana, una cultura cada vez más reducida (salvo en las montañas) a escaparate para turistas.
La previsión china también ha adoptado una medida proverbial para todo prodigio de transparencia que se precia: el Gobierno ha cancelado los visados al Tíbet durante las celebraciones. Vamos, para que todo quede en casa. Ahora mismo hay decenas de turistas occidentales atrapados en Kathmandu desde hace días a la espera de poder poner rumbo a Lhasa. Nosotros, por suerte, lo teníamos concedido hace meses.

Las farolas están repletas de banderolas chinas, muchas casas también, incluso en el barrio tibetano. Pregunto. No resulta fácil que suelten la lengua, pero acaban por musitar que los vecinos que no se avienen a engalanar sus ventanas son multados por no “cooperar”. La bandera más grande, visible desde toda Lhasa, corona los tejados del Potala. Otras más pequeñas lo atraviesan de lado a lado por su base. En las calles flamean guirnaldas. Hay un tufillo oficialista al que sólo le falta el cártel de “Prohibido no celebrar”.

Reencuentro con la cerveza

Por la tarde, merodeamos por los alrededores del Potala a ver si suena la flauta y podemos entrar. Ahora está rodeado por decenas de soldados armados, aunque lejos de mostrarse agresivos parecen relajados, como si del cañón de sus fusiles brotara una pacífica margarita. Intentamos caminar por el kora (circuito de oración que rodea los lugares sagrados del budismo tibetano, sean templos o montañas). No hay manera. Sólo la parte trasera del Palacio de Verano del Dalai Lama está menos protegida. Al menos podemos tirar unas pocas fotos de las espaldas del Potala. Regresamos en “rickshaw” (una bicicleta de tres ruedas conducida por un esforzado taxista) a la avenida principal por apenas cinco yuanes (medio dólar al cambio). Pero los polis siguen erre que erre y ni siquiera dejan hacer fotos desde aquí. “¡Es un monumento!”, se encabrona un italiano. La reacción levantisca del transalpino ablanda a la autoridad, que nos obliga a retroceder unos metros a cambio de permitirnos unas instantáneas. Eso sí, con la advertencia de no fotografiar las gradas reservadas para las autoridades, que ya han montado en la avenida principal, no vaya a ser que a alguno se nos ocurra atentar contra la insigne delegación.

Ahora mismo hay decenas de turistas occidentales atrapados en Kathmandu desde hace días a la espera de poder poner rumbo a Lhasa. Nosotros, por suerte, lo teníamos concedido hace meses.

Belén tiene una idea brillante. “Vayamos al Barkhor”, propone. Y eso hacemos, caminando entre muchachos tomados de la mano, cruzándonos con gente que nos pide las botellas de agua (que ya se han convertido en un apéndice de nuestro cuerpo), mirando de reojo a las mujeres que se despiojan unas a las otras en armoniosa y entrañable fraternidad. El tuétano espiritual del budismo tibetano no deja de ofrecer estampas sorprendentes: un hombre se ha atado con katas seguramente para purgar sus pecados (el robo, apunta un paisano) y un joven recorre el circuito espiritual de rodillas entre la penumbra. Probamos suerte de nuevo en el Makye Amye, el restaurante de las espléndidas vistas. Esta vez sí. Me zampo un cordero con patatas al estilo tibetano y, envalentonado por que mi aclimatación parece ir viento en popa, me bebo una Lhasa beer de medio litro. Craso error. Durante la noche, el dolor de cabeza es monumental. Lhasa duerme, los soldados que protegen el Potala, no. ¿Quién teme a quién?

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