En un rincón del mundo, en las selvas tropicales que engullen fronteras, sobreviven los últimos gorilas de la tierra. Ir en su búsqueda es una experiencia descomunal, inolvidable. Estamos en Uganda, en el parque nacional de Bwindi, rastreando las huellas de estos grandes primates a los que, nos advierte el ranger de Nkuringo, es mejor no mirar a los ojos para que no se sientan desafiados. Allá vamos.
Kisoro es el punto de partida. Esta población del sur de Uganda que linda con el Congo y Ruanda es el mejor lugar para acceder al Parque Impenetrable de Bwindi, un nombre que ya asusta nada más situarlo en el mapa. Allí viven, según el último censo de African Wildlife, 302 de los 786 gorilas que quedan en el planeta.
Nos hemos levantado todavía de noche y salimos envueltos en niebla. El mercado del pueblo se ha desperezado hace tiempo. De entre la bruma surge una madre coraje, amén de admirable equilibrista: carga con un bebé a la espalda y sostiene un fardo en la cabeza mientras con una mano agarra un bidón de agua y, con la otra, un paraguas. Y pensar que a menudo nos quejamos cuando tenemos que subir a casa con unas cuantas bolsas del supermercado…
La pista va ganando altura entre palmerales de bananas, plantaciones de té, vacas solitarias, campesinos con machete y niños que gritan ¡mzungu! (hombre blanco en swahili). El paisaje es espectacular.
La caminata puede durar hasta nueve horas si los gorilas se muestran escurridizos. Y el éxito final no está garantizado. Esto no es un parque temático, estamos a merced de la naturaleza más salvaje.
El zangoloteo termina una hora y media después, en las oficinas de Nkuringo, una de las entradas al parque, donde Herbert, el guía que nos va a acompañar junto a dos rangers armados nos da una teórica en la que todos los mandamientos se resumen en uno: no mirar a los ojos, bajo ningún concepto, a un “espalda plateada”, los líderes del grupo de 19 gorilas que vamos a intentar localizar en la foresta. Y si por un casual nuestras miradas se cruzan, hay que activar el plan de emergencia: agachar la cabeza en señal de sumisión y simular que comemos hierba, una de esas fotos de las que uno nunca se recupera del todo.
Vaya por delante que conviene no hacerse ilusiones. La caminata puede durar hasta nueve horas si los gorilas se muestran escurridizos. Y el éxito final no está garantizado. Esto no es un parque temático, estamos a merced de la naturaleza más salvaje. Una recomendación por encima de cualquier otra: hay que estar en buena forma. Engañarse no sirve de nada. La selva, tarde o temprano, dicta su ley. Y es implacable.
El encuentro con los primates
Tras un breve trayecto en el todoterreno de Gorilla Tours (www.gorillatours.com), la empresa que nos ha traído hasta aquí y ha gestionado con éxito, de la mano de Uganda Wildlife Authority, los complicados permisos, hay que echar pie a tierra. Descendemos de forma atropellada por un sendero que atraviesa un poblado de huertos y cultivos de bananas. A veces cuesta no perder pie en la escurridiza media ladera. En apenas veinte minutos bajamos 600 metros, hasta cruzar un riachuelo desde donde comenzamos a remontar un barranco. Estamos de suerte, pues después de 45 minutos de esfuerzo el guía se para en seco junto a un árbol de gigantescas ramas, donde seis gorilas engullen con parsimonia kilos y kilos de hojas tiernas. Uno de ellos, Safari, es el jefe del grupo.
Nos situamos a unos pocos metros. Es un momento mágico, de esos que cuesta creerse. La ropa está empapada de sudor y la respiración, todavía entrecortada, pero la sensación de estar viviendo un instante único reconforta cualquier incomodidad. Los gorilas lucen unas barrigas descomunales, parecen luchadores de sumo en retirada. Safari nos da la espalda de forma displicente, ignorándonos por completo mientras alarga su mano de dedos morcilleros en busca de ramas que troncha con facilidad.
La ropa está empapada de sudor y la respiración, todavía entrecortada, pero la sensación de estar viviendo un instante único reconforta cualquier incomodidad.
Los fotografiamos del derecho y del revés, rezando para que no salte el maldito flash, durante más de media hora. Entonces, guiados por Herbert y abriéndonos paso a machetazos, descendemos por un barranco donde cualquier sendero es una ilusión. Caminamos con torpeza sobre raíces que parecen trampas, entre arbustos que se retuercen sin dejar ver la tierra. Ahí abajo asoma la diminuta cabeza de una cría, una de las escasas que sobreviven en este hábitat hostil (los adultos se entretienen pasándoselas de uno a otro como si fueran pelotas y las caídas desde los árboles son habituales). Estamos sólo a un par de metros de la cría y su madre, en el fondo de un barranco que de pronto parece cobrar vida propia. Las ramas se alborotan como si un panzer estuviese avazando por sus entrañas. No es un blindado, pero es lo más parecido que hay por aquí: Safari. El “espalda plateada” acude presto a defender a su grey, que intuye amenazada por el estúpido hombre blanco.
Los «ranger-taxis»
“Esto es muy peligroso”, advierte uno de los rangers, como si fuésemos capaces de hacer otra cosa que no sea intentar mantener el equilibrio para no rodar pendiente abajo. Estamos en su territorio, emparedados entre una hembra y su cría y el macho dominante, que asoma sus ojos inquisidores entre la foresta. Hay que dar media vuelta. Las emociones de esta hora que parece un suspiro empiezan ahora a reposarse.
Pero queda la vuelta. Allí arriba asoma la cresta de la montaña donde hemos dejado el coche. Desde aquí se antoja una eternidad. La subida es agotadora. La mochila pesa más que nunca y la humedad hace estragos. No sabe uno muy bien por qué, pero las piernas se bloquean y el sendero parece que se estira sin remedio, como esos blandos relojes de Dalí. Los rangers se han convertido en nuestra sombra. Nos acompañan durante toda la subida, culminada con un aguacero formidable que nos hace temer por el equipo fotográfico. Desfallecer ahora es un lujo que sale muy caro. Los rangers cargarán contigo en parihuela, como hacían sus antepasados con los exploradores europeos, pero la tarifa puede alcanzar los 400 dólares en función de la caminata. Es lo que tiene la globalización.
Por fortuna, no necesitamos asistencia en carretera. Empapados, pero inmensamente felices, llegamos al todoterreno, acuciados por los calambres, mientras la gran bañera del cielo ugandés se está vaciando sobre nuestras cabezas.
La experiencia se asimila camino de Kisoro mientras la pericia del conductor de Gorilla Tours, Norbert, convierte una pista infernal en un plácido viaje junto al lago Mutanda. Ya en la comodidad del Travellers Rest Hotel, que la celebérrima Diane Fosey definió como su “segunda casa”, una ducha caliente, un excelente almuerzo y un masaje te devuelven a la civilización. En este rincón del mundo, el viajero se sabe un privilegiado.
Quienes se acerquen esta semana a FITUR pueden encontrar todos los detalles sobre ésta y otras rutas turísticas por Uganda en el stand 4A14 del pabellón 4 de Ifema, que cuenta con representación de Turismo de Uganda y Gorilla Tours.
Más información en las páginas web:
www.gorillatours.com
www.visituganda.com
www.uwa.org