Se ha hecho de noche en Sumatra. En el GPS compruebo que quedan más de 120 kilómetros hasta llegar a cualquier población. Pregunto, pero las respuestas que obtengo de los lugareños son vagas. Nadie habla inglés. Indonesia fue colonia holandesa y no hay costumbre de relacionarse con extranjeros, bien escasos en una isla gigantesca, sin infraestructuras y donde la industria turística no existe a pesar de una gran belleza natural. Tal vez el hecho de que sea en un 90% de religión musulmana y que esté a tomar por saco de cualquier lugar civilizado haga que los occidentales se retraigan y prefieran la mucho más masificada, explotada e incómoda Bali, pero cuyo hinduismo hace que sea más permisiva con los vicios vacacionales importados: alcohol, sexo y bikini. En una de estas inmaculadas playas donde atracan las barquichuelas de los pescadores, la visión de un dos piezas y cuatro palmos de carne femenina supondría un auténtico terremoto social.
En una de estas inmaculadas playas donde atracan las barquichuelas de los pescadores, la visión de un dos piezas y cuatro palmos de carne femenina supondría un auténtico terremoto social
El viaje ha dejado de ser divertido. Se trata solo de sobrevivir. La selva se alza, nos engulle como un ogro vegetal hambriento. La carretera serpentea colina abajo y arriba. Está destruida por el incesante paso de camiones que embarcan en un puerto cercano con rumbo a alguna de las 14.000 islas que constituyen el Estado de Indonesia. Algunos de estos baches podrían terminar con el viaje. Estoy cansado y harto. Es en estos momentos cuando me pregunto por qué. “¿Por qué diablos haces esto si no tienes ninguna necesidad? No tienes nada que demostrar incluso en el caso de que fuera tu objetivo demostrar valor, valía, resistencia o temple. Ya está hecho todo”. Pero aquí estoy, en Sumatra, recorriendo una selva a oscuras bajo un cielo cruel que dentro de poco me va a regalar un diluvio.
El viaje ha dejado de ser divertido. Se trata solo de sobrevivir. La selva se alza, nos engulle como un ogro vegetal hambriento
Estas nubes sin fin que arrojan su ira sobre mí es como si las hubiera formado yo. Tengo miedo. Hoy no sé si voy a llegar a mi destino. La ruta es objetivamente peligrosa y me quedan muchos kilómetros. Entonces me acuerdo de Dios. De ese Dios que descubrí recientemente sin que nadie me hablara de él, sin que yo lo buscara y sin que hallarlo me haya facilitado en absoluto la vida. Ahora no sé qué respuestas darme si Él existe porque no lo entiendo, no lo comprendo y no me alcanzan sus razones para hacer lo que hace. No tiene razones y por eso yo dejé de creer hace muchísimos años. Porque es irracional. Por eso no reprocho a los ateos y agnósticos que no crean. Los entiendo. A veces me gustaría olvidar mi rosario, dejarme de creencias religiosas y salir corriendo de regreso hacia el grupo de los escépticos. Se vive mucho más tranquilo en ese lado. Lo sé porque yo crucé el puente sin que tuviera necesidad de hacerlo. Para ser claros, a mí con una cerveza en la mano, una cama y una mujer que me quiera a ratos, me sobra y me basta. La trascendencia ultraterrena es algo que me supera tanto que no sé dónde demonios colocarla. Pero el caso es que creo. Aunque a veces dude. Claro que dudo, soy tan voluble, cobarde y débil que sigo sin entender las razones para que me haya protegido todo este tiempo.
Un pensamiento brota dentro de mi cabeza sobre esta carretera asquerosa y resbaladiza. “Por favor, haz que deje de llover”. Es una petición, una súplica. Cuando la reconozco, quiero borrarla inmediatamente. “Olvídalo, no te he pedido nada. Si llueve, que llueva”. Nunca le pido nada. Jamás. No creo en Él para que me dé nada. Solo para darle gracias. De niño le pedía muchas cosas. Cosas tan infantiles como “por favor, que le guste a esa chica o que gane mi equipo”. Y nunca me concedía nada. Al contrario. Todo lo que le pedía, se me negaba. Así que por sistema dejé de pedir y creo que empezó a funcionar. Yo no le pedía y a veces conseguía lo que quería y a veces no, pero a nadie hacia responsable. Esas cosas no eran asunto de Dios. Luego me hice más mayor, más racional, más golfo y menos interesado en asuntos infantiles y dejé de creer. Cuando en Uzbekistán empecé a creer de nuevo, mantuve mi costumbre de no pedir. Jamás se le pide a Dios y menos para uno mismo. Cuando entro en un templo en mis viajes, enciendo velas. Siempre son para los demás, para los que quiero y para los que no conozco. A veces, en muy pocas ocasiones, también por mí. Pero no para que me proteja, sino para que me ayude a ser mejor.
Un pensamiento brota dentro de mi cabeza sobre esta carretera asquerosa y resbaladiza. “Por favor, haz que deje de llover”
Pero hoy es diferente. Hoy tengo miedo de verdad. Los baches son profundos. No veo nada. Hay muchos camiones. Llevo 8 horas conduciendo, estoy agotado y aún me quedan por delante más de 80 kilómetros. Y ni siquiera puedo decir que sea una proeza extraordinaria lo que hago porque me cruzo con decenas de motos, de estas pequeñas motos que usan los asiáticos. Van sin traje de lluvia, sin casco, gafas ni guantes. Pero van a toda leche. Inmunes al cansancio, esquivan los baches y trepan colina arriba. Si ellos pueden, tú también, me digo. Y como estoy asustado, no puedo evitar dirigirme de nuevo a Él aunque no quiera. “De acuerdo, no te pido que deje de llover, eh, no te lo pido, que quede claro, pero, hombre, si deja de llover me vendría muy bien”. Pero la lluvia sigue cayendo y las nubes permanecen compactas, casi sólidas sobre la selva. Entonces cometo la estupidez de decirle una obviedad que nadie pasaría por alto sin un buen rapapolvo. “Bueno, lo importante no es que deje de llover, lo importante es llegar sano y salvo. Así que estoy en tus manos. Como tantas otras veces.” Y al oírme pensar así, añado otra estupidez todavía peor: la duda. “Me pregunto si realmente existes o eres solo una imaginación mía por haber sobrevivido al mundo, a mi modo atroz de conducir y a mi inconsciencia”.
Los tacos se escurren hacia el interior del bache y la moto se viene al suelo con un golpe terrible
Alcanzo un cambio de rasante acelerando para que la moto no se detenga y justo en la cima encuentro otro desconchado en el asfalto agrietado. El socavón es de casi diez centímetros. Intento esquivarlo para no destruir la llanta delantera. El golpe de manillar brusco dirige la rueda justo al borde de la rotura. Los tacos se escurren hacia el interior del bache y la moto se viene al suelo con un golpe terrible. Mientras caigo soy perfectamente consciente de que mi pie derecho se ha quedado atrapado debajo de la maleta y que el brazo derecho impacta contra el firme de alquitrán. Cuando todo se detiene, temo lo peor. Este suelo es duro, no es como caer en una pista o en barro. Estoy aprisionado y no hay nadie para ayudarme. He de darme prisa porque con la moto sin luces, si un camión o una moto sube la cuesta demasiado rápido puede arrollarnos. Forcejeo para sacar el pie y lo consigo. Me pongo de pie. Estiro el brazo. Parece que funciona. El traje de lluvia se ha rasgado en el codo, pero la protección de la chaqueta ha trabajado perfectamente. El tobillo también gira. Los dedos se mueven. Tal vez no tenga una fractura. Ya me ha pasado antes y sé que en caliente todo se resiste, pero en frío las cosas cambian.
La moto ha quedado con las ruedas mirando al cielo. Oigo el ronquido de un camión, me planto en mitad de la carretera y le hago señas cuando aparece. Se baja un tipo más asustado que yo. Luego aparecen unas motos. Todos se detienen. Empiezan a levantar la BMW y entonces caigo. No he sacado una foto. ¡Siempre la jodida foto! El show imparable. El show implacable. Abro el cofre, saco la cámara y tomo una instantánea para el recuerdo. Solo se ve la oscuridad, el asfalto destruido, la moto en el suelo y las maravillosas personas humildes que siempre están ahí para echarte una mano.
Subo en la moto dolorido pero entero. Arranco y acelero. Me quedan ochenta kilómetros y tengo que llegar como sea
“Mister, mister”, dicen, y me preguntan por señas si estoy bien. Sí, sí lo estoy. No lo entienden del todo; si ellos se cayeran aquí no estarían bien. Es la diferencia entre llevar buena ropa y buen casco o ir a cuerpo como van todos aquí. Para un indonesio que se estrella en su ciclomotor, no hay una segunda oportunidad. Afortunadamente, la tecnología ha salvado mi físico. Lo de mi mente es otra cosa. Reviso a Atrevida y no encuentro ningún daño grave. Incluso la maleta derecha está en su sitio a pesar de haberse llevado todo el golpe. Es asombroso porque estos anclajes están soldados desde Nepal. Los rompí en un pequeño accidente yendo con mi madre. Tendrían que haber saltado. Pero no. Todo está en orden. Subo en la moto dolorido pero entero. Arranco y acelero. Me quedan ochenta kilómetros y tengo que llegar como sea; esto no ha hecho más que comenzar. Mi cerebro bulle, mi corazón late todavía deprisa, agitado. He tenido mucha suerte, me digo. Otra vez la suerte, esa bendita flor en el culo que algunos dicen que tengo y que me ha salvado cien, mil, un millón de veces. Mientras se me pasa la impresión, esquivo baches, adelanto camiones, dejo que el aire me dé en el rostro para quitarme el sueño y el susto.
Espera un momento. El aire me está dando en la cara. Llevo la visera abierta. Veo el camino que tengo delante. No entran gotas de agua. Solo ahora me doy cuenta. Ha dejado de llover. El golpe emocional que recibo en este instante es casi más fuerte que el que me he llevado contra el suelo hace minutos. Los escépticos nunca lo entenderán y para mí es imposible explicarlo coherentemente. No se puede. Nunca podría, pero no puedo sino reconocerlo y expresarlo, de lo contrario no sería justo, no sería fiel a mí mismo y a lo que sé que me acompaña. En estos momentos siento de nuevo que no cabalgo solo. Bajo estos árboles tropicales vuelvo a reconocer lo mismo que en las desoladas estepas del Asia Central. Que hay alguien conmigo. Alguien que por alguna razón me echa una mano e impide que me despeñe. Ese alguien perdona que sea imperfecto, que no me llegue la bondad hasta el sacrificio, incluso que mi egoísmo y mi vanidad sean casi más grandes que mi GS 1200. Sabe que lucho contra ello aunque me veo derrotado cada día y tengo que volver a empezar. Pero hoy he comprobado que no tolera que arruine mi buen humor con mezquindades y miserias, ni tampoco que dude de Él. Es un maldito bromista que juega conmigo. Le he pedido que dejara de llover y como premio me ha tirado de la moto, pero enseguida me ha sujetado para que me diera cuenta de que está ahí, y que cuando Él lo desee todo puede terminar. Por ahora no quiere. Él tendrá sus razones porque yo sí que no las entiendo.