Thailandia: la soledad y las páginas de caucho

No me gusta viajar por viajar, me gusta viajar para algo. Viajar para contarlo. Eso hace que mi viaje sea extraordinario. Es lo que construye mi emoción y lo que me permite pasar los días solo pero no sentirme solo.
Playa Thailandia Moto Playa Thailandia Moto

Salgo de Bangkok. Otro agujero negro en mi ya larga lista de lugares donde es fácil quedarse. Aquí se está bien y pronto se acostumbra uno a la rutina de correr por el parque Lumpini, desayunar fruta fresca, trabajar en la casa de huéspedes, cenar en los bochinches callejeros… pero la Ruta tiene que seguir. Yendo hacia el sur, Simon y Lisa Thomas, dos grandes viajeros en moto que llevan diez años en la carretera, me han recomendado parar en Prachuap Khiri Khan, una localidad costera a no más de 280 kilómetros. Elijo el domingo porque he de cruzar la ciudad entera y en un día de fiesta como hoy eso ya supone varias horas de callejeos y conurbaciones.

La carretera es buena y aburrida. Tras un rato de conducción tengo hambre y necesito repostar. Paro en una gasolinera con Seven Eleven. El combustible es más barato que en España, menos de un euro, pero en cuanto a la comida, no encuentro nada realmente alimenticio. Husmeando entre los refrigerados veo un paquete de algo que parecen aceitunas aliñadas. Cuánto las echo de menos. Las aceitunas, el pan de harina, el vino tinto, el aceite de oliva. Las compro y devoro esperando encontrar el sabor del hogar. Escupo inmediatamente el bocado. No es aliño, es salmuera dulce. Repugnante. Sé que todo es cultural, los gustos culinarios también, para los tailandeses esto puede ser una delicia, pero imagina tú, españolito de a pie, meterte en la boca una aceituna escarchada de azúcar.

Para los tailandeses esto puede ser una delicia, pero imagina tú, españolito de a pie, meterte en la boca una aceituna escarchada de azúcar

Los tailandeses tienen curiosas costumbres. Por ejemplo, uno no pueda encontrar en un Seven Eleven de gasolinera, lleno de bolsas de snacks y comida envasada, nada que resulte comestible, es una evidente extralimitación literaria por mi parte para la que solicito disculpas al lector. Sé que no es justo afirmar que es raro que las aceitunas estén en almíbar o que el mango lo tomen con curry picante. Es una peculiaridad cultural y como tal, tan válidos son los pasteles con sabor a pescado como nuestro jamón ibérico. Pero yo digo que son curiosos para que tú, que seguramente también prefieras el Jabugo a los palitos fritos de arroz con gamba, me entiendas.

Sin embargo, hay cosas que por narices son raras incluso examinadas bajo el más multicultural prisma. No me refiero a la afición a las pajitas extendida por todo el país. Menos la cerveza, todo lo demás se bebe por esos asténicos tubitos infantiles. Y la cerveza no la beben en pajita, pero la toman con hielo. La primera vez que vi semejante desatino pensé que era una broma. El camarero se me acercó con una botella de apetitosa Chang, la abrió, la sirvió y acto seguido me preguntó si quería cubitos en mi vaso. Aunque lo dijo en un inglés medio decente tardé en entenderlo porque la frase en su contexto era absurda, casi ofensiva. ¡Cerveza con hielo! ¿Dónde se ha visto eso? Pues en Tailandia. Y hay que andarse con ojo porque como te descuides, te cascan los putos cubitos en el vaso y te sirven la birra arruinándola por completo.

Pero donde ya se salen de madre en su rareza es en lo que suelen beber los hombres con la comida. La cerveza se les queda corta. Los machotes tai privan Johnny Walker Etiqueta Roja con soda. La escena es siempre la misma. Un grupo de trabajadores o de hombres de negocios, de gente normal y corriente, al mediodía, listos para seguir trabajando o de viaje. Sentados a la mesa, con su plato de noodles picantes, un par de botellas de soda y una de güisqui escocés presidiendo la mesa como un ídolo budista. Y aunque lo toman muy rebajado, lo toman. Lo toman pero bien. Los mendas se bajan la botella como quien respira. Luego pagan, se montan en el coche o se suben al andamio o se meten en la oficina o la tienda.

Me desvío para buscar la frontera con Birmania. Estoy en la parte más estrecha de Tailandia y hasta la linde no tengo más que quince kilómetros

Me desvío para buscar la frontera con Birmania. Estoy en la parte más estrecha de Tailandia y hasta la linde no tengo más que quince kilómetros. Recorrerlos me ofrece una visión del país rural y selvático, aunque selva aquí queda poca porque toda está tierra es fértil y rica y está en plena producción de arroz, piñas y caucho.

Cuando llego a la frontera me dejan pasar el primer control pero he de dejar la moto. Afortunadamente encuentro un coche, una pick up. Subido en la caja consigo cruzar la tierra de nadie, una loma empinada. Una vez arriba, los militares no me dejan pasar pero lo hacen todo con amabilidad, puedo filmar y nadie es descortés o agresivo. Menudo cambio con otras fronteras que conozco. Me gusta esta gente.

Regreso por las pistas de tierra con el sol pisándome los talones. Me detengo alguna vez para hacer tomas de vídeo. Mis ojos son los de un cazador. Detectan el lugar adecuado para el disparo o la filmación. Esta actitud no diluye la emoción del viaje. No me gusta viajar por viajar, me gusta viajar para algo. Viajar para contarlo. Eso hace que mi viaje sea extraordinario. Es lo que construye mi emoción y lo que me permite pasar los días solo pero no sentirme solo. Estoy comprometido totalmente con mi proyecto y eso llena todas las carencias. Si es que tengo alguna.
Llego al pueblo recomendado. Hay un monte con forma de cono y en la cima un templo budista. En la base hay monos sagrados que los visitantes alimentan. El cielo está cubierto, feo y gris pero aun así el panorama es bellísimo. La bahía es calma, al final hay un poblado de pescadores con coloridas barcas ancladas y el horizonte se encrespa con innumerables islotes puntiagudos que se divisan azulados en la distancia.

No me gusta viajar por viajar, me gusta viajar para algo. Viajar para contarlo

Frente al mar encuentro un hotelito con wifi y parking. pero la parte de atrás, donde está el comedor se asoma a un ancho río calmo donde chapotean los peces. La vegetación brota obstinada y frondosa en ambas orillas. Es una imagen idílica propia del paraíso. Piden 500 bahts, unos 12 euros, por una habitación sencilla pero limpia y cómoda. Todo lo que necesito.

Voy al restaurante más cercano y un tipo occidental me hace señas cuando me ve acercarme. Es cliente del mismo hotel, español y ha visto la moto. Está con su mujer. Tienen unos sesenta años y conocen bien la zona. Son comerciantes y llevan comprando género, ropa y plata, en el sudeste Asiático desde hace veinte años. Han visto muchos cambios. Me siento con ellos, pido cangrejo con curry y hablamos durante horas de política nacional e internacional. La política doméstica no me interesa lo más mínimo; es todo un chafardeo de corruptelas y paletismo de nuevos ricos. Me atrae más hablar de Tailandia.

El rey es reverenciado también como líder religioso. Pero es muy viejo, está enfermo y el heredero no es querido

Según me cuentan, esto es una dictadura militar disfrazada de monarquía. El rey es reverenciado también como líder religioso. Pero es muy viejo, está enfermo y el heredero no es querido. El populista Shinawatra ganó las elecciones hace unos años, intento algunas reformas como la sanitaria y la agraria, y fue rápidamente reformado por las oligarquías locales de un país rico, principal productor de caucho y arroz. Este tipo era rico por la telefonía móvil pero no se puede tocar la tierra. Lo más primitivo del ser humano surge cuando a alguien le expropian. Ya lo decía Maquiavelo, un súbdito perdonará antes el asesinato de su padre que la pérdida de su riqueza. Luego de su exilio forzoso, movilizó a sus seguidores, los camisas rojas, y bloqueó Bangkok; los contrarios hicieron lo propio con los amarillos y se lió. Muertos en las calles, nuevas elecciones y ahora gobierna su hermana, lo cual es un buen modo de ganar en ausencia.

Me cuentan que Tailandia siempre fue un país libre, nunca fue colonizado, salvo el breve periodo de invasión japonesa durante la 2ª GM. Vaya, un país nunca sometido a una potencia extranjera, como Etiopía, me digo, pero mientras que los etíopes me hartaron, los tailandeses me parecen una gente encantadora.

Termino de cenar solo en el restaurante sobre una inestable mesa de mármol mientras me vigilan unos perros playeros con bastantes pulgas. También hay mosquitos. Serán la mayor incomodidad. Pido que me enciendan una de esas espirales que los ahuyenta. Me atiende una camarera jovencita, muy guapa, con buen tipo; va vestida con un ajustado traje verde y blanco con el nombre de la cerveza que me sirve: Chang. Está buena siempre que no le echen hielo, una manía local. Recostado sobre mi duro asiento escribo estas notas y de vez en cuando levanto la mirada para contemplar el iluminado paseo marítimo del pueblo. Las bombillas azules, rojas y amarillas, la noria de la feria y el zumbido de los insectos me hipnotiza. Recuerdo como a fogonazos beodos la conversación de hace apenas una hora sobre los politicastros españoles y pienso en que todo eso queda ahora mismo muy lejos. Afortunadamente.

Sentados a la mesa, con su plato de noodles picantes, un par de botellas de soda y una de güisqui escocés presidiendo la mesa como un ídolo budista.

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