Soy un viajero vago. Me cuesta hacer turismo. Prefiero quedarme en los sitios y mirar. Esta Rama IV de ocho carriles es ya mi calle. Para cruzarla hay que subir por una paso elevado peatonal. Desde él se divisa el skyline de la urbe de los negocios. Bajo sus escaleras bulle la vida cotidiana y mil puestos de comida callejera. Bangkok es la ciudad de la comida, por todos lados, en cualquier esquina hay un tenderete donde venden fruta, café, dulces, bocadillos, salchichas, arroz, más fruta, más café, más dulces, más bocadillos, más salchichas y más arroz. La vida callejera orbita en torno a la comida. Por las mañanas voy a correr al parque y coincido con mil ancianos haciendo tai chi, regreso, compro fruta natural deliciosa y barata y regreso comiendo y empapado de sudor al hotel. Por la noche, voy al figón done aparecí el primer día, bebo cerveza, como pescado y observo la vida mientras escribo en mi cuaderno. La vida pasa lenta y al mismo tiempo a toda leche.
Bebo cerveza, como pescado y observo la vida mientras escribo en mi cuaderno. La vida pasa lenta y al mismo tiempo a toda leche
Tras un par de mensajes y llamadas, Lisa y Simon Thomas quedan conmigo en el monumento del parque Lumphini. Vienen de solicitar una visa para Australia de doce meses. No es fácil obtenerla, ellos ya son mayores y las autoridades no quieren viejos en ese país. Han recurrido a amistades. Simpáticos, amables, ingleses. Llevan diez años en este negocio de los viajes en moto. Hacemos unas fotos y vamos a tomar algo. Entramos en un restaurante japonés. Hemos tenido suerte. Es bueno. Luego comprobaré que no todos lo son. Piden la comida en tailandés. Ya han aprendido algunas palabras y frases. Tienen un oído fantástico para los idiomas y los acentos. Especialmente Simon. Imita a la perfección a los indios y sus banales preguntas sobre el precio de la moto. Pasaron 4 meses allí y forman parte del club India (I Never Do It Again).
Las chicas esperan disciplinadamente en la puerta de los garitos. Cuando ven aparecer un grupo de japoneses, saltan como resortes
Una noche decido ir a Pat Pong, a la calle de las putas y los clubes de alterne. Hay mucho restaurante japonés y mucho cliente japonés y mucho dinero japonés. Las chicas esperan disciplinadamente en la puerta de los garitos. Cuando ven aparecer un grupo de japoneses, saltan como resortes y les enseñan catálogos plastificados con una galería terrible de rostros de muñeca embadurnados de maquillaje y Photoshop. Hay también algunos muchachos que deben ejercer de proxenetas por delegación, pero no se ve mucha sordidez ni peligro. Parece un juego superficial y ridículo. Aparco la moto y me siento a observar. Nadie me hace maldito caso. No soy japonés. No cuento. Casi me da la impresión de ser invisible. Esperaba un bombardeo constante de insinuaciones pero me dejan en paz.
Mejor así. El asunto de las putas siempre me ha cohibido. No he ido nunca de putas aunque sí he visitado muchos burdeles las noches de copas. Suelen ser los últimos en cerrar en según qué pueblos. Pero nunca pago por follar. Podría decir que es por dignidad, pero creo que es más por vergüenza ajena. Ya no juzgo a quienes lo hacen. He descubierto que muchos de mis amigos son puteros. Gente estupenda que lo ve como un divertimento, una forma más de pasar un buen rato. A mí me espanta todo el asunto.
Recuerdo la noche que pasé en Harare, capital de Zimbabwe. Me alojé en el Fife Avenue que resultó ser un puticlú donde oficinistas desgraciadas se prostituían por cincuenta dólares. Está contado en Un millón de piedras y para mí es uno de los capítulos más desgarradores. Un pakistaní me ofreció a Melinda, la más atractiva de todo el local. Aunque hubiese querido, jamás podría haber subido con aquella mujer de mirada glacial y corazón prematuramente endurecido. Pero por alguna razón, su mirada y su nombre nunca se me han olvidado. Al incluirla en el libro creo que de algún modo para mí he salvado en parte esa dignidad que se esforzaba en mantener y que a estas alturas quizá ya esté diluida en el alcantarillado de esa terrible ciudad africana.
Un pakistaní me ofreció a Melinda, la más atractiva de todo el local. Aunque hubiese querido, jamás podría haber subido con aquella mujer
Esa capa de indiferencia de toda prostituta me puede. Mi vanidad no soporta que no se enamoren de mí. Necesito creer que me quieren, que la mujer que en ese momento está conmigo solo quiere estar conmigo en ese momento, aunque mañana se acueste con mi mejor amigo. Pero aquí y ahora necesito saber que solo somos tú y yo. Y eso con las putas no sucede. Les da igual tú que aquel. Mejor aquel, que habla menos y no se complica la vida. Lo mejor es que resuelvan cuanto antes el asunto. Folla, paga y vete. Ese es un buen cliente. Así es el negocio. Pero yo no puedo hacer eso. Ni en Rusia, ni en Madrid, ni En Zimbabwe, y por lo que veo, tampoco en Tailandia, por muchas pelotas de ping pong que me tiren.