Los vendedores del pequeño mercado de artesanía miran a la playa con fatiga, como si fuera un pecado gastar el tiempo a la sombra de aquellos árboles en vez de enjuagarse la boca con agua y sal. Nada parece que sea más inservible en este lugar que un reloj. Es el sol sólo el que marca la frontera entre lo adecuado y lo difícil. No hay más tiempos en este lugar. Sin embargo, es el mar el que domina todo, el que contempla a los vendedores de marisco que recorren la playa, a los surfistas y a los viajeros perdidos que leen sus libros de arena. Mientras, unas cuantas casas y unos cuantos hoteles de mochileros rodean el enorme arenal, generalmente de dueños sudafricanos. Otra cosa que se comprende rápido aquí es que la mayor medida posible es “unos cuantos”. Nada será mucho. Es un lujo, por ejemplo, algo tan simple como un tampax. “Los traemos cuando vamos a Sudáfrica o a Maputo”, nos dice una chica. “Mira a ver si quedan en la gasolinera”, ofrece como solución improbable. Pongan este ejemplo a cualquier artículo de los que les parezcan evidentes.
Los tiempos de las citas tienen mucho que ver con las percepciones. Es fácil imaginarse la playa de Tofo, en Mozambique, sacudida por la música de sus bares y hoteles en tiempos de verano. De los dos: el europeo y el africano. Fiesta. Nosotros, sin embargo, llegamos en época de calma, cuando uno tiene la oportunidad de llegar a ser la única persona que se está bañando, por unos minutos, en todo ese mar.
Tofo es paraíso de mochileros, de viajeros sin brújula que buscan redimirse de tanta hora perdida en su día a día o de desencantados en eterna búsqueda. Es también morada de buceadores y surfistas. Troupe internacional que coincide en el mismo lugar guiada por la falta de mapas. Entonces conoce uno aquí a una checoslovaca que se casó el mes pasado con su novio británico al que conoció hace siete años en esta playa cuando ella viajaba de paso con una mochila. “Vine a pasar 15 días y aún no me he ido”, me decía. Él es monitor de buceo, ella trabaja en el Casa Barry Hotel, el lugar en el que nos alojamos. Siempre tropiezas en cada lugar con encanto la historia de alguien que hace años olvidó la última llamada que hizo a los suyos diciendo “el mes que viene vuelvo”. Me gustan esos cruces del destino, las vidas de quienes se paran a vivir en un lugar que no saben dónde está. Se está y no se está a la vez, hasta que el calendario te recuerda que te has quedado. Siempre, sin embargo, con la sensación de ser provisional. Más condicional que futuro, más presente que pasado.
Siempre, sin embargo, con la sensación de ser provisional. Más condicional que futuro, más presente que pasado
Por la playa, mientras, pasan chicos con pequeñas neveras que venden el pescado y marisco que acaban de pescar. Los pescadores desenhebran sus redes mientras cargan sus barcas al mar. “Nos ayudas”, me piden tres tipos que no pueden arrastrar la barca hasta el agua. Lo hago. Una hora después vuelven. Misma operación pero cuesta arriba. Otra vez ayudo. Esta vez colaboran otros tipos del pueblo que ven que no podemos. Llevan su cena y la mía.
Es también Tofo lugar de vendedores de abalorios que acechan al turista. La cara opuesta del relajado sistema de venta en el mercado. No llegan al nivel de profesionalidad de Zanzíbar, donde necesitas bucear a diez metros de profundidad para perder de vista al masai de turno que te ofrece una pulsera hecha con colmillos de león que, por supuesto, él mató (y aún así es probable que aparezca tras una roca para recordarte que hace diez días le dijiste que le comprarías una), pero pueden ser persistentes. Especialmente los niños, que bajan al arenal a jugar contigo y a intentar venderte hasta tu bañador. Luego, uno pasea de nuevo por los alrededores de su mercado de artesanía. No hay nadie, no hay clientes en esta temporada, pero cada mañana vuelven a colocarlo todo para no vender nada o casi nada. Tras él, una tienda que tiene nombre propio: “la tienda de cemento”, le llaman. Es la única en la plaza que no es de paja y barro. En las calles del entorno hay un goteo de coches abandonados, de casa rehabilitándose o internet café y bar que cierran por desgana.
Tofo es uno de esos sitios de noches que cierran sin horario y conversaciones mojadas en alcohol. Al menos, ese fue el lugar que encontramos por visitarlo a destiempo, fuera de la temporada en la que acuden en masa todos los que no somos de allí, el resto. Tres días después nos marchamos con la sensación de haber pasado tres minutos o tres años, con la sensación de irnos y quedarnos a la vez.
Post Data: Nuestro hotel, el Casa Barry, era un backpacker con categoría. Es decir, había las casetas típicas de los hoteles de mochileros, pero lo combinaban con chalés de madera confortables y donde se duerme escuchando el mar. Baño propio, agua caliente, barbacoa, cocina completa y balcón al Índico. Nada es lujoso, pero tiene mucho encanto y muy buen precio. Tienen además un bar restaurante desde el que se contempla toda la playa. Buena comida y posibilidad de tomar una copa hasta tarde. www.casabarry.com. Lo recomiendo.