Mozambique: el autobús de las gallinas y el ferry de barro

Pagamos el ticket y esperamos, esperamos, hasta que comprendimos que esa barca de madera carcomida frente a nosotros en la que habían subido decenas de personas era nuestro ferry. El colofón fue cuando al final llegó un tipo que metió su moto.
Desde la chapa

Salir de Isla Berenguerua fue como saltar de la cabeza a los talones del mundo. ¿Cómo os vais, en avión o en coche? “En Chapa (autobús local)”, le contesto al dueño del súper hotel. Se le mudó el gesto. No sabía ni siquiera cómo organizar el viaje, cómo dejarnos en la estación de autobuses (aunque el tipo fue profesional y encantador hasta el último segundo). Pasamos de tener un tipo que nos esperaba con un barreño en la playa para limpiar los pies de la arena al bajar de la barca a subirnos a un minibús cargado de personas en escorzo, sacos, bolsas de comida y gallinas vivas. Cosas de viajes profesionales y personales a la vez. Por partes.

Llegamos a las siete de la mañana a la estación de Vilankulos. El trabajador del hotel habla con el dueño de uno de los minibuses y decide que les esperaremos 200 metros más adelante en vez de subirnos al furgón allí como el resto de viajeros. No sé la razón, pero así fue. Pagamos el precio de dos personas y maletas que encajaron entre los asientos (500 meticais: 175 por persona y 150 por las maletas. 12 euros) y nos subimos a una furgoneta que nos llevaba a Maxixe, donde cogeríamos un ferry a Inhambane.
Natasa y yo éramos literalmente dos extraterrestres en aquel habitáculo. Se hizo un silencio absoluto cuando entramos y lo único que escuchábamos era de vez en cuando decir mzungu (hombre blanco). El viaje era de más de cuatro horas, incómodo y lleno de encanto a la vez. No es el mozambiqueño un tipo especialmente abierto (esa fue mi percepción y así me lo confirmaron después un numeroso grupo de españoles cooperantes que llevan años por esta tierra) Casi diría que es algo distante con el desconocido, aunque siempre hay diferencia entre el del campo y el de la ciudad, y entre el que trabaja en un hotel o restaurante y el que no tiene ninguna relación comercial contigo (es una percepción, como tal hay que tomarla). Así fue el viaje, sin muchas palabras a pesar de nuestros esfuerzos por entablar conversación y hasta por compartir la comida que llevábamos del hotel y que sólo unos pocos aceptaron. Nadie fue incorrecto, pero estamos acostumbrados al jolgorio que se vive a veces en los autobuses sudafricanos.

El camino nos enseñó el Mozambique rural y profundo, el que no se ve desde los aviones, desde los que todas las casas parecen chalés de lujo en medio de playas paradisiacas. La misma África que en otros países: pequeñas plantaciones agrícolas de subsistencia, chozas perdidas y localidades  llenas de casas de ladrillo y cemento sin ventanas o sin muebles. Ese es el progreso de quien no tiene nada más que soñar que con un techo que no sea de paja. La vida es siempre en la calle, en la carretera, mirando lo que hacen los demás. Luego, en cada parada del bus en los pueblos se acercan decenas de personas a las ventanillas a vender fruta o todo tipo de comida. No se me olvidará la cara de la mujer a la que le compramos los plátanos. Sus ojos profundos y su sonrisa tierna no nos dejó hasta que arrancó la furgoneta. No nos miraba, nos taladraba con dulzura.

¿El ferry? Ideas de un bobo europeo que si le dicen ferry piensa en un barco grande

En ruta, por supuesto, se ven también las pequeñas escuelas a las que acuden cientos de chiquillos que arrastran sus bolsas en peregrinación por los andenes de la carretera. En los árboles, se observaba una sucesión, por decenas de miles, de enormes telas de araña. Se perdían en el horizonte. Dentro, en el minibús, subida y bajada de viajeros que esperan en la carretera un furgón que los cargue. Siempre hay hueco, siempre entra uno más, así hasta que literalmente no encaja más carne y más bolsas. Lo curioso es cuando ves a alguien rodeado de bolsas esperar en medio de la carretera y el furgón no para porque va lleno. Quizá no pase otro bus hasta mañana. No hay un servicio de autobuses que cubra la línea, ni compras de billete por adelantado, hay furgones privados que hacen el recorrido hasta que les es rentable. Puede pasar horas allí y si tiene mala suerte volverse a casa a esperar que alguien les recoja al día siguiente.
Tras cuatro horas, llegamos a Maxixe. Un chico del autobús me indica donde coger el ferry. ¿El ferry? Ideas de un bobo europeo que si le dicen ferry piensa en un barco grande. Pagamos el ticket y esperamos, esperamos, hasta que comprendimos que esa barca de madera carcomida frente a nosotros en la que habían subido decenas de personas era nuestro ferry. Parecía hecha de barrro. El colofón fue cuando al final llegó un tipo que metió su moto (la encajó). Probablemente en España uno directamente no se sube a esa barcaza, pero aquí no te queda otra que pensar “a ellos tampoco les gusta ahogarse, así que será seguro”.

Haré un salto en el tiempo, y dejo para el siguiente post mi estancia en la playa de Tofo, para explicar que el viaje hasta Maputo fue aún más  divertido y complicado. Tres días después estábamos en la plaza del mercado de Tofo dos mzungus, un perro abandonado algo pesado y ladrador y el silencio y oscuridad propio de ser las 03:35 horas. Daba cierto miedo ver que no había absolutamente nadie en la calle que no fuera nuestro amigo pulgoso que nos siguió desde el hotel y que buscaba nuestras caricias con tanto ahínco como se rascaba su cuerpo. No se oía nada y, por supuesto, el autobús llegó con 30 minutos de retraso. Impagable escena la de vernos cargar con las maletas por la arena de la playa con la ayuda de un guardia de seguridad del hotel que mientras yo buscaba como colocarme el equipo de fotos, el trípode, la bolsa… le falto cogerme en brazos y llevarme al sprint por el arenal. Luego, como no tenía cambio, le di el equivalente a cinco euros por la ayuda. El hombre creo que debe estar ahora esperando cada noche en la playa a otro turista al que por dos euros más lo lleva a hombros con las maletas colgándole de las orejas. Es una pasta aquí cinco euros por diez minutos de curro, no gana eso en una noche.

Media hora después los sacos ya los colocaban debajo de nuestras piernas, las gallinas me picoteaban los zapatos y sujetaba en brazos a un bebé

Al rato, aparece un tipo con un palo largo y una bolsa de plástico, con quince minutos de retraso sobre el horario previsto del autobús, y con la tranquilidad de quien sabe que le sobran 15 más. Saluda con cierta incredulidad y le pregunto por qué lleva un palo. “Por los perros”, a veces se ponen agresivos. Creo recordar que un minuto antes le había dicho yo a Natasa, “¿qué te va a hacer un perro?”. Subimos al ¿autobús?, donde venían dos mochileros mzungus como nosotros. “Incómodo, pero sin mucha gente”, pensé, “igual hasta puedo dormir”. Media hora después los sacos ya los colocaban debajo de nuestras piernas, las gallinas me picoteaban los zapatos y sujetaba en brazos a un bebé para que el padre viera como colocaba al otro hijo en su regazo. El aire era algo más que denso y, por momentos, me daban ganas de pedir que me ataran una cuerda y me arrastraran hasta Maputo (llegada con más arañazos, pero estancia más confortable). Para completar, el conductor, con ciertas prisas y muchos adelantamientos en cambio de rasante, decidió no parar en las primeras cinco horas para nada que no fuera recoger o dejar a un pasajero. Así que cuando paró en una gasolinera se encontró con un motín de mzungus que salimos en tropel a los baños. Nueve horas después llegamos a Maputo molidos, añorando casi a las gallinas picadoras que te obligaban, al menos, a mover los dedos del pie. Aquí el síndrome de la clase turista te pega por los hombros. Tras la ventana, eso sí, la vida africana se mastica con los ojos.

P.D. No es este un post de fotos, apenas tomé. Siempre he entendido que hacerlo es una falta de respeto, una forma de retratarte como el turista que quiere presumir que pasó tiempo entre ellos. No hay nada especial en esta ruta, así viajan también cientos de occidentales por este continente. No lo vean como una aventura, sino como una oportunidad.

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