Tokio no se acaba nunca. Desde el avión divisé el horizonte de luces y me invadió una sensación de congoja ante tal inmensidad. Poco después di mis primeros pasos en un Japón que había imaginado muchas veces. A ras de suelo, todo parece más humano, porque el mundo es más accesible caminando y en las aceras de Tokio entendí que la andadura comenzaba allí mismo, en ese momento preciso. Sentí que despertaba de un letargo de 6 años, que volvía a mi estado natural de ciudades nuevas, de olores inéditos, que regresaba a la rutina de lo sorprendente. La noche nos regaló la temperatura exacta para sentirnos bienvenidos y entonces comenzó el ritual de primeras impresiones: los coches circulan por el otro lado, las letras dejan de ser letras, los edificios son más altos, los hombres más bajos y las calles más prolijas.
Sentí que despertaba de un letargo de 6 años, que volvía a mi estado natural de ciudades nuevas
Bastó con entrar en la habitación del hotel para confirmar la novedad. Una decoración zen, un kimono sobre la cama y un wáter extraterrestre, acolchado y caliente que podía emitir diferentes chorritos de agua según la sensibilidad de cada cual. Así pasé mi primera noche, apretando botones o espatarrado en la cama con un kimono.
Cargamos nuestros equipos de cámara como quien sale a la guerra y nos presentamos en el barrio de Asakusa, donde cada mes de mayo se celebra el festival Sanja. Varios templos forman el recinto religioso que permanece ajeno al mundo de cemento que lo rodea. Sanja es una ilusión ancestral en una ciudad que tiende hacia el futuro. El festival recrea leyendas de otros tiempos que mezclan ritos budistas y sintoístas.
Cientos de devotos portan las reliquias sagradas, con un fervor comparable al de los cofrades de la Semana Santa andaluza. También aquí se disputan con vehemencia el honor de cargar cada una de las figuras. La multitud rodea las reliquias mientras los portadores jalean sus propios pasos. Muchos de ellos lo hacían sin pantalones, creo que para recrear alguna leyenda que no acabé de entender del todo.
Yeray sobresalía entre la multitud de fieles que allí se daban cita. Consiguió plantar el trípode aguantando la embestida del gentío. Pablo se perdió en la corriente de japoneses con una segunda cámara. Yo me aventuré a hacer la primera entradilla del documental, mientras la policía nos apartaba a todos del camino de las reliquias. Estuvimos toda la mañana grabando templos, empujones y tipos en calzoncillos.
Estuvimos toda la mañana grabando templos, empujones y tipos en calzoncillos.
No habíamos probado nuestro primer sushi y ya contábamos con la experiencia de uno de los festivales más viscerales de Japón. Por la tarde salimos al encuentro de un Tokio más reconocible. El barrio de Shibuya se observa hacia arriba, pues la atención se desvía sin remedio a las pantallas digitales, gigantes, desde las que los publicistas abruman al ciudadano con refrescos, champús o vídeos musicales horteras. Abajo, el hormiguero. Observando los pasos de cebra uno empieza a comprender a la sociedad japonesa, a entender su diligencia a la hora de cruzar avenidas, sus prisas contenidas en un semáforo en rojo. Más abajo aún, en el subsuelo, resulta más evidente el orden de la marea. Millones de personas viajan cada mañana en un metro cargado de tabletas digitales y ceños fruncidos. Nadie habla, es el sigilo de una multitud que venera la hora sacra de acudir a la oficina. El compromiso al trabajo se percibe desde antes de que empiecen su jornada.
Yeray y yo descendimos las escaleras mecánicas para intentar captar la procesión honorable de almas que no se atreven a contestar al teléfono en lugares públicos para no molestar al vecino, ese trajín sin empujones, esa educación robótica.
Se podría pensar que en una ciudad donde impera el orden y la reverencia como saludo, la discreción es la pauta habitual de sus habitantes, pero ahí, justo ahí, comienza la parte más desconcertante de la ciudad.
Mientras un broker de bolsa se ajusta la corbata en un ascensor hacia la planta 64, un joven con cazadora de cuero se tiñe el flequillo de naranja, un anciano luce falda escocesa en un festival de arte moderno y una colegiala con coletas lee compulsivamente un cómic manga donde alguien trata de cargarse el planeta. Y todos conviven con una naturalidad abrumadora. Tal vez sea sencillamente que a lo que nosotros llamamos excentricidad, ellos lo llaman respeto.
A lo que nosotros llamamos excentricidad, ellos lo llaman respeto.
Y en cada comportamiento, en cada vida descarriada o cada familia de renombre hay un sentido profundo de conciencia social. Cada japonés se sabe parte de un grupo de 126 millones de personas y sacrifica su yo por el de todos. No es un sentimiento de civismo, ni una forma de entender lo público como un espacio compartido, es algo más. Ser parte de esta sociedad es imperativo y el deshonor del fracaso o la vergüenza del que se sale del camino provoca un rechazo colectivo que en muchos casos acaban lanzando al indigno desde la planta 33 de un hotel. El índice de suicidios es de los más altos del mundo en un país que aspira a la felicidad compartida.
Y eso explica un hecho que durante días me tuvo intrigado: en Tokio no hay papeleras.
No hay ninguna papelera, no existe un recipiente en todo el país para tirar un papel. Y no hay aceras en el mundo más limpias ni asfalto más reluciente. Un guía me explicó cómo era posible tal paradoja: “la basura es privada, te la llevas a casa”. Una vez más la conciencia social. La calle es también de tu vecino, y la forma más coherente de respetarlo es no compartiendo con él tus desperdicios.
Aliviado por haber resuelto el enigma de las papeleras, pensé que era buen momento para pelearme con un tipo enorme en un combate de sumo. Queríamos acercar nuestras cámaras a este deporte, intentar comprender qué hay detrás de estos hombres gordos que portan, de forma injustificable, un tanga minúsculo en los combates. Nos recibieron en una escuela de Sumo. Bajo ningún concepto me dejarían participar sin el cinturón apropiado. La solemnidad de los profesores y la disciplina de los niños alejaron cualquier sensación de frivolidad. Los tipos entrenaban con una seriedad que hacía olvidar su atuendo. El sumo es considerado un arte lleno de rituales que lo elevan a una categoría mucho más honorable que la de un juego. Sentía una gran curiosidad por ese mundo de hombres enormes –ya no me parecían gordos- empujándose con desesperación. Pero la curiosidad es a veces osada y casi sin tiempo para recapacitarlo, me encontré, por curioso, vistiendo el tanga-pañal, frente a un profesor que me retó sobre la arena de dohio, que es como se llama el círculo que marca el límite de la gloria o el fracaso en una pelea.
Salí despedido para caer de espaldas al suelo entre los niños y sus caritas de cachondeo.
Me recibió sin contemplaciones, como a uno más, y el combate duró lo que él quiso. Para mí fue como intentar desplazar una pared y en un momento dado -más o menos treinta segundos después de empezar- la pared me empujó a mí con una facilidad insolente y salí despedido para caer de espaldas al suelo entre los niños y sus caritas de cachondeo.
Esa misma tarde, con un sincero dolor de espalda, acudimos al estadio Ryogoku Kokugikan donde tenían lugar los combates de verdad. De hecho, en Tokio se estaba celebrando una de las siete citas internacionales más importantes de este deporte. Los luchadores empequeñecían los taxis en los que llegaban aclamados por la multitud. La mayoría medía más de dos metros de alto y tal vez también de ancho.
Durante una hora y media estuvimos presenciando colisiones humanas, cientos de kilos de carne chocando con una agilidad impropia de aquella envergadura. Luego rodaban por la arena como bailarines y el ganador se retiraba sin una sola mueca de alegría, como si el deber de ganar fuera mucho más grave que la propia victoria.
Nuestros primeros pasos en Pacífico habían sido limpios, sacros y hasta violentos y nos llevamos de Tokio una sensación rara. Seguía sin entender el país, tan drástico en sus diferencias, tan poco parecido a nada. Y ese desconcierto no hacía más que alimentar mis ganas por seguir recorriendo Japón.