Amira y Michael: amor entre la basura

Pasé un día buscando historias en aquel barrio de El Cairo. Hacía mucho calor y el olor a basura era demasiado intenso. Cuando vi a Amira y a Michael les tomé una foto; ambos sonrieron y Amira empezó a hablarme como si yo perteneciera a aquel lugar.

I

“¡El hombre come-niños, el hombre come-niños!” Un grupo de chiquillos perseguía a un hombretón de tez morena y cicatrices en las manos que caminaba ignorando los cánticos que le acusaban de ser un monstruo. De vez en cuando le tiraban guijarros y este se hacía un ovillo en el suelo, lo que causaba la risa de todos los críos. Entre el grupo se encontraba Amira, una niña copta de siete años que había nacido en aquella aldea de Asyut, al sur de Egipto y tierra de faraones, donde no había mucho que hacer durante el verano.

El hombretón se llamaba Jamal, y a pesar de su apariencia de adulto tenía el cerebro de un crío de cinco años. Se dedicaba a vagar por la aldea, esperando a que algún vecino le pidiera ayuda para cargar maderas, terminar la construcción de una casa o, simplemente, ayudar a las señoras a recoger la basura de las calles. No entendía por qué los niños le tenían miedo, al igual que no entendía su cuerpo enorme o por qué la gente apartaba la mirada con lástima cuando le veían. Con el paso del tiempo, había aprendido a ignorar los insultos y a darle utilidad a sus manos.

Una noche de luna llena los niños más mayores empezaron a relatar espeluznantes relatos sobre Jamal, el hombre “come-niños”

Amira había aprendido en las clases de catequesis, a las que acudía en la pequeña iglesia copta hecha de barro, todo sobre la compasión y la bondad. Había una pequeña figura de Jesús de estilo ortodoxo a la que el tiempo le había borrado el gesto de dolor. A Amira le encantaba imaginarse los rasgos de ese Cristo viejito; normalmente se lo imaginaba riendo o pensativo, como los hombres sabios de la aldea. Sin embargo, no entendió el significado real de la compasión hasta que una noche de luna llena los niños más mayores empezaron a relatar espeluznantes relatos sobre Jamal, que también se encontraba sentado con ellos.

–¡Comes bebés porque no tienes suficiente con las cabras!– empezó a acusarle un chaval.

–Mi madre dice que asustas a las mujeres y entonces no pueden tener hijos– le acusaba otro-.¿Por qué no te vas ya?

Los adultos que merodeaban por ahí se encogían de hombros conscientes de la crueldad de los niños. Sin embargo, esa noche Jamal rompió a llorar y el grupo de amigos, sorprendido por su reacción, empezó a encontrar excusas para volver a sus casas y dar por terminada la velada.

Amira, antes de irse, se acercó al hombretón y puso una mano sobre su hombro. Jamal sonrío mientras se limpiaba los mocos con la manga de su camisa. Aquella noche Amira supo que el dolor de los otros puede ser mil veces más terrible que el propio. Y supo que aquella angustia no le haría la vida fácil.

II

La adolescencia fue una ruina. Los conflictos entre musulmanes y coptos empezaron a propagarse por el sur de Egipto más rápido que los virus. Algunas aldeas fueron quemadas completamente y los simulacros de violencia que los niños se habían traído entre manos hasta ese momento dieron paso a la violencia real.

Sin embargo, había aún espacio para el olor del jazmín, el sésamo, el arroz con leche y el primer amor. Amira vivía enamorada de Michael, uno de sus vecinos. De pronto el mundo era una mezcla de osadía y curiosidad, impulsos primarios y la negativa constante por parte de los padres de la niña hacia ese amor.

–Te mereces algo más– repetía la madre de Amira, como queriendo diseñar en su hija la vida soñada que ella no tuvo.

–¿Qué es algo más?– preguntaba una y otra vez la joven.

–Al menos vivir sabiendo que el día que se te pudran los dientes tendrás dinero para ir a un médico.

Michael decidió irse a El Cairo. Había escuchado que en el barrio copto, los “zabbaleen” (término por el que eran conocidos los recolectores de basura) estaban haciendo un buen negocio trabajando con todos los deshechos de la capital.

Le costó acostumbrarse al ruido y a la polución, pero poco a poco y con la ayuda de sus vecinos empezó a adaptar sus manos a la recogida de la basura. Aprendió cómo cortarla en pedacitos, cómo reciclar, cómo hacerla desaparecer, cómo cada residuo orgánico era valioso y servía para alimentar a los cerdos. Las calles estaban adornadas con pancartas de la Virgen María y cada casa tenía una cruz pintada en la puerta. Por las noches, Michael se acostaba pensando en Amira. ¿Se acostumbraría la chica al olor de la basura? –No– se decía a sí mismo. Y entonces planeaba cómo enriquecerse para volver a la aldea y alejarse de la vida carroñera.

Le costó acostumbrarse al ruido y a la polución, pero poco a poco y con la ayuda de sus vecinos empezó a adaptar sus manos a la recogida de la basura

Los padres de Amira, sin embargo, tenían otros planes y la casaron con un primo segundo cuya familia poseía un negocio de libros en El Cairo. Con el tiempo, el negocio empezó a caer en picado y comenzaron a vender retretes.

–Mientras haya comida habrá mierda– fanfarroneaba el marido de Amira durante las visitas familiares. Amira se dedicaba a cuidar enfermos en un espacio que la Iglesia Copta había habilitado para personas mayores sin recursos ni familia. Allí conoció a un soldado egipcio que había luchado en Suez y Port Said, un hombre de honor que ya no recordaba apenas nada y se orinaba encima.

–Para qué la supervivencia y la gloria entonces– le preguntaba Amira sabiendo que jamás conseguiría una respuesta. Al final todos somos cuerpos que mueren, pensaba.

Sin embargo, una mañana, el enfermo cogió a Amira de la mano por primera vez. La chica no supo cómo reaccionar, jamás habían interactuado; sin embargo, el viejo soldado parecía lúcido y en calma.

–No sé en qué lengua sueño ni dónde está mi hogar. Eso es la libertad, creo. Es terrible– dijo dos minutos antes de morir.
Amira estudiaba la vejez como si fuera un arte. Llegó a la conclusión de que poco importaban los títulos y la arrogancia de los jóvenes. Todos los viejitos con los que trabajaba precisaban de lo mismo: un orinal a tiempo, una palabra amable y alguien que quisiera escuchar su historia.

Su marido se fue de viaje una noche y ya nunca volvió. Nunca supo si había viajado a otra tierra o a otra mujer; lo mismo le daba.

Un día, cruzando una transitada calle en Heliópolis, vio un cartel turístico que mostraba la belleza de su tierra: la historia de los faraones del alto Egipto, las pequeñas iglesias coptas, los monasterios en medio del desierto. La melancolía le pegó un fuerte revés y al día siguiente se montó en un minibús rumbo al hogar, después de decirle adiós a sus viejitos, a su vida en la capital y a ese olor a muerte y orines que le rondaba a cotidianamente.

Michael trabajaba a diario separando basura. Su sueño de convertirse en un importante empresario en la industria del reciclaje se había quedado atrás

Michael trabajaba a diario separando basura. Su sueño de convertirse en un importante empresario en la industria del reciclaje se había quedado atrás. No vivía nada mal, sin embargo. Tenía el suficiente dinero como para ir algún que otro fin de semana a Alejandría, donde disfrutaba de los cabarets y de las turistas excéntricas de piel quemada, pero jamás logró ahorrar la cantidad que creía que necesitaba para vivir con Amira. La sombra de la negativa de los padres de la chica le acosaba incluso rondando los cincuenta años y habiendo dominado el arte de mandar al carajo a cualquiera que le mirara por encima del hombro por llevar las uñas sucias.

La vida, sin embargo, tiene la misma ironía en cualquier parte del mundo, sin importar la lengua y la cultura. Michael tuvo que volver al poblado de su infancia para ocuparse de tres vacas que un tío lejano le había dejado al morir. Por supuesto, como en cualquier historia de amor previsible, encontró a Amira nada más bajarse del minibús. Ella llevaba un cerdo atado de una soga en una mano y un libro en otro. Ambos sonrieron y empezaron a caminar juntos mientras se contaban sus vidas, unas vidas tan largas que ya no tuvieron tiempo de volver a separarse.

 

III

Y así acabó Amira en el barrio de los recogedores de basura de El Cairo. Cada mañana, al levantarse, caminaba hasta un garaje donde un grupo de chiquillos reciclaba botes de champú a cambio de aprender a leer y a escribir. Allí estaban seguros y además ganaban un dinerillo extra para sus familias. Algunos días también pasaba un tiempo en una pequeña clínica para pacientes de Hepatitis C, donde cocinaba platos de esos tan ricos que curan un rato. Sin embargo, su momento preferido era la tarde, cuando ayudaba a Michael a separar la basura. Ambos se sentaban rodeados de bolsas e iban deshilando el pasado y trenzándolo en su presente. Al final no sabían qué era real y qué era memoria, pero eran viejos ya y habían construido una vida hermosísima. El ser humano, al fin y al cabo, más que descubrir verdades las inventa y las usa a su antojo: lo hacen los líderes religiosos, los políticos y los enamorados.

Les conocí la última vez que fui a El Cairo, hace casi un año. Pasé un día buscando historias en aquel barrio. Hacía mucho calor y el olor a basura era demasiado intenso para acostumbrarse. Cuando vi a Amira y a Michael les tomé una foto; ambos sonrieron y Amira empezó a hablarme como si yo perteneciera a aquel lugar. Había pasado horas viendo cómo niños muy pequeños se movían entre la basura; todos ellos trabajan ayudando a sus padres y, aunque trataba de no juzgar, lo hacía.

Cuando vi a Amira y a Michael les tomé una foto; ambos sonrieron y Amira empezó a hablarme como si yo perteneciera a aquel lugar

Pensé que encontraría historias de miseria y me encontré con una historia de amor. Amira me llevó por las calles y me habló de los niños, de los pacientes de la clínica de Hepatitis C, me contó sus historias: vidas de personas que trabajan y salen adelante, de personas que celebran, de personas que se reúnen en la noche y hablan y ríen y dibujan motivos religiosos en los muros de sus casas y decoran sus calles con banderillas de colores.

Al final del día Amira, me enseñó su casa. Había dibujado un Cristo sonriente en la puerta.

–Yo no sé si creo en Dios– dijo. Pero si Dios existe no debería estar triste, es como el amor, el amor no es triste.

Notificar nuevos comentarios
Notificar
guest

1 Comentario
Comentarios en línea
Ver todos los comentarios
Tu cesta0
Aún no agregaste productos.
Seguir navegando
0
Ir al contenido