Un milagro llamado Galápagos I

“No hay fiestas histriónicas, ni macarras en moto, ni chicas vendiendo una noche de verano, ni chiringuitos de playa. En la isla de Santa Cruz sólo se escucha el sonido de las olas y el aleteo de los pelícanos.”

Me sentí astronauta al alunizar en la isla de Baltra. Los cactus se erguían como banderas conquistando planetas. Eran cactus grandes, raros y agrestes, allí, en medio de un archipiélago que no venía a cuento, en mitad de ninguna parte, como si las Galápagos fueran un gran error.

Una balsa nos cruzó a la isla de Santa Cruz, que poco a poco fue suavizando el recibimiento con algo más de vegetación. Llegamos a Puerto Ayora, una localidad que por fin humanizó la isla, con sus casitas de verano perpetuo, sus locales de buceo, sus restaurantes oliendo a ceviche y a jugo de guanábana. Y con tales perspectivas salimos al encuentro de una calle que acompaña al Pacífico. Y fue allí, en ese paseo marítimo, donde tuvo lugar el primer sobresalto.

Un hombre cortaba pescado en una lonja improvisada. Un pelícano rondaba al pescadero, varias garzas esperaban su turno y sobre un banco cercano había decidido echar la siesta un lobo marino. La presencia de los animales no me sorprendió tanto como su naturalidad. Me pareció una relación demasiado familiar para parientes tan dispares. Era una convivencia serena, sólo alterada por los gestos infantiles de los turistas.

Eran cactus grandes, raros y agrestes, allí, en medio de un archipiélago que no venía a cuento

Minutos después, un nuevo espasmo, un paso atrás -al estilo de Chiquito de la Calzada- para evitar pisar nuestra primera iguana. Yo ya conocía a esa iguana, la había visto antes, era la iguana del documental Baraka, la misma que escapaba de las serpientes en Planeta Tierra II, esa era la iguana que había convencido a Charles Darwin para certificar su teoría de la Evolución, una iguana negra y escamada, que siempre mira al infinito. Supongo que es difícil explicar cómo el avistamiento de una especie de lagarto consiguió emocionarme de aquella forma. Para mí fue más bien un reencuentro, una deuda pendiente que fue saldada en aquel rincón de Puerto Ayora. Porque esa iguana solo crece en las islas Galápagos y es preciso volar durante once horas a Guayaquil, conducir varios días hasta Quito, tomar otro avión hasta la isla de Baltra y acercarse a la costa sur de Santa Cruz para ver su cabeza rugosa, su perfil prehistórico, su imponente fealdad.

A veces, la felicidad del viajero reside en el encuentro con un reptil que se seca al sol, tan ajeno a tu alegría que su desdén resulta ofensivo. Pero ahí estaba yo, con la lengua fuera, descargando la cámara sobre un símbolo de la adaptación animal.

A veces, la felicidad del viajero reside en el encuentro con un reptil que se seca al sol

Apenas habíamos caminado diez minutos y ya sentía la conmoción de saberme en un lugar irrepetible, con habitantes extraordinarios que salen a tu encuentro a pocos metros del hostal donde pasaría la noche.

En Puerto Ayora todo está un poquito más allá, así que no tardé en adentrarme en la Estación Científica de Charles Darwin. Me olvidé de la inquina del sol, esa forma de abrasar turistas, y saqué la cámara para apuntar, indiscreto, a la cópula de un par de tortugas. Ambas machos desesperados de cariño, haciéndose sombra entre tanta luz.

Sin embargo conviene salir de la única localidad que aparece en los mapas de la isla, para dejarse seducir por la naturaleza sin muros, ni carreteras, ni proporción alguna. En el Chato las tortugas centenarias son mucho mayores que las de la Estación Científica, como si la libertad y el paso del tiempo amplificasen sus patas de elefante, sus ojos celestes y su caparazón inabarcable. No apartan su mirada ni su camino. Te observan sin decoro, con la boca llena de frutos que no tienen intención de compartir. Es el intruso el que acaba rendido al imperio de un reptil gigante. Es el turista el que sonríe entre abrumado y temeroso de que aquel animal deje de ser herbívoro de pronto, sin saber muy bien como encuadrar sus dimensiones.

Es el turista el que sonríe entre abrumado y temeroso de que aquel animal deje de ser herbívoro de pronto

Para alcanzar el litoral de Santa Cruz hay que seguir un sendero custodiado por cactus y plantas que crecen con la misma anarquía que las tortugas. Hay lagunas saladas donde se apiñan para la siesta una docena de tiburones. Sus perfiles se dibujan bajo el agua, convirtiendo la charca en un refugio para los escualos y una pesadilla para bañistas incautos. Y “un poquito más allá”, el mar abierto se estrella en la Playa de los Perros, que tiene de todo, menos perros, pero debe su nombre al ladrido ronco de los lobos marinos. Entre las rocas se congregan los cangrejos rojos, como cocidos, aguantando la eterna tempestad del oleaje. Y en la orilla otra iguana expulsa agua de mar por la nariz para librarse de la sal. Junto a los acantilados pasea la tarde un piquero de pata azul, con cara de susto y andar de cómico. Y todos descansan en su porción de isla o su reducto de mar: lobos marinos, tortugas, tiburones, cangrejos, iguanas y piqueros. La isla está tan llena de vida y tan llena de paz que a uno le cuesta concebir tanta armonía en el reino animal, en la parte salvaje, no civilizada.

Tierra adentro también permanecía quieta, como estampada en la tierra, una iguana diferente. Era enorme, amarilla y pertenece a una subespecie casi extinta: la iguana terrestre de Santa Fe. La Segunda Guerra Mundial también llegó a Galápagos y la presencia de soldados disminuyó el número de muchas especies endémicas. 750 marines estadounidenses llegaron a las islas al abordaje. La guerra mezclada con el aburrimiento de los hombres armados suele derivar en ideas nefastas. Dicen que los militares afinaban su puntería contra los lobos marinos, las tortugas y otros animales desconcertados por una violencia inédita en las islas. Algunas especies de iguanas desaparecieron.

los animales aprendieron a olvidar porque el ser humano se rindió a la magia de la naturaleza.

Pero las islas Galápagos sobrevivieron al hombre y a la guerra. Y lo que resulta más sorprendente, los animales aprendieron a olvidar porque el ser humano se rindió a la magia de la naturaleza. Se fue el ejército y volvió la calma, con la intención de quedarse para siempre. No hay en el mundo un lugar donde nuestra especie haya demostrado un acto de humildad tan extraordinario como en las islas Galápagos. El hombre se ha apartado, se ha resignado al pedazo de tierra que le corresponde, como uno más, y vive de puntillas, con turistas a los que aleccionan si se acercan demasiado a las especies, si interfieren donde no deben.

No hay fiestas histriónicas, ni macarras en moto, ni chicas vendiendo una noche de verano, ni chiringuitos de playa. En la isla de Santa Cruz sólo se escucha el sonido de las olas y el aleteo de los pelícanos.

 

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