Kodari: el síndrome del capitán Haddock

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“La vida en la frontera no espera, es todo lo que debes saber”, cantaba Radio Futura. En la nepalí de Kodari, las corruptelas tampoco saben esperar. Pretenden cobrarnos por segunda vez el visado y cinco dólares más por no darles una fotografía de carné. El síndrome del capitán Haddock está a punto de desatarse.

Nos lo había advertido Bijay, nuestro guía nepalí, antes de volar hacia Lhasa. A nuestro regreso, si las lluvias hacían de las suyas, quizá nos viésemos obligados a cruzar a pie la frontera entre China y Nepal y a tirar monte a través hasta dar con el coche que nos mandaría desde Katmandú. Por estos barrancos que parecen cortados por un demente con una cuchilla de afeitar baja mucha agua en época del monzón y la carretera queda cortada por los desprendimientos. Reconozco que adentrarse por la tupida vegetación arrastrando las maletas no es el mejor epílogo de un gran viaje como éste, pero había que arriesgarse. Ahora, de pie junto a varias decenas de turistas en la cola del puesto fronterizo de Zhangmu, me vienen a la cabeza las advertencias de Bijay y miro al cielo más que al pasaporte que deben revisar los agentes de Inmigración.
A un paso de Zhangmu, el último pueblo de China, está Kodari, el primero de Nepal (o a la inversa, según). Ambos están unidos como siameses por el Puente de la Amistad, que salva un imponente barranco por donde se despeña, salvaje y brioso, el río Bhote. Me gusta la gente de la frontera, pero los lugares de frontera en los países subdesarrollados suelen ser parajes desolados donde anidan buscavidas y funcionarios corruptos. En el caso de Kodari, una amalgama de barracones de chapa y casuchas reñidas con la ladera de la montaña, a la habitual sensación de desamparo se le unía una suciedad que hacía estremecerse a Belén. Alfredo Merino lo había resumido a la perfección en “Everest”: “Entre ratas y montones de basura que nadie se ocupa de retirar, este pueblo es uno de los lugares donde se encuentra la cloaca del mundo”.

En tierra de nadie

Al fondo de esa cloaca llegamos, de nuevo a bordo del todoterreno, veinte minutos después de sortear los trámites en la frontera china. Tenzing nos advierte de que no puede seguir más allá. Entre este punto y la aduana nepalí se extienden 500 metros de carretera neutral que hay que salvar a pie. Nuestros caminos se separan entre un enjambre de mozalbetes que pugnan por coger nuestras maletas. El griterío es ensordecedor. Nos estrechamos la mano y les alargo la propina, espléndida en un principio y que ha ido mermando a medida que se han sucedido los desencuentros, especialmente en Rongbuk, donde Tenzing se despreocupó de nosotros bajando del campamento base. La despedida es fría. Ni Belén ni yo giramos la cabeza mientras nos dirigimos arrastrando las maletas por el barro hacia el Puente de la Amistad, a la vez que medio centenar de chiquillos zumban a nuestro alrededor como moscas barruntando la tormenta. Nos espera lo que Alec le Sueur definió como “la infame aduana nepalesa, donde los agentes inspeccionan todos los documentos, todas las maletas, para ver qué pueden confiscar”. No tengo yo el cuerpo para aduaneros corruptos y la caminata no hace sino espolear mi venganza matinal contra el mundo.
La liturgia de los impresos ya rellenados en el aeropuerto de Katmandu se repite de nuevo en el galpón que hace las veces de aduana de Nepal. Por algún lado había leído que hay que estar en guardia porque el principal timo del tocomocho consiste en cobrarte de nuevo los 30 dólares del visado cuando la segunda entrada en el país sólo cuesta la mitad. Efectivamente, nos reclaman 30 dólares a cada uno. Pero no sólo eso, también una fotografía o cinco dólares de penalización en su defecto. El volcán interior del viajero cansado empieza a entrar en erupción, aunque el funcionario que detalla la sangría institucionalizada ni siquiera lo sospecha. Es lo que he bautizado como el síndrome del capitán Haddock.

Ventajistas de uniforme

Como si estuviese poseído repentinamente por la cólera del entrañable cascarrabias compañero de aventuras de Tintín, empiezo a pegar gritos y a insultar en español mientras gesticulo con vehemencia ante la incrédula mirada de los funcionarios nepalíes y el resto de turistas. En ningún lugar se ven tantos rostros desconcertados como en una frontera. Ahora, además, hay unos cuantos estupefactos a cuenta del loco turista español.

Este tipo pretende robarnos, es evidente, pero lo hace además sin ninguna elegancia

Siempre he llevado mal que me tomen por gilipollas, no porque uno se crea más listo que los demás (si hay una verdad en la que creo a pie juntillas es que el primer, y quizá único, síntoma de inteligencia es el reconocimiento de la propia ignorancia), sino porque nunca he podido con los ventajistas de poca monta, especialmente si llevan uniforme o se arrogan alguna clase de autoridad. Este tipo pretende robarnos, es evidente, pero lo hace además sin ninguna elegancia. Uno siempre espera, al menos, un cierto refinamiento en el saqueo perpetrado por la Administración de turno.

Pocos lugares hay más inadecuados para ponerse bravo que una aduana, tierra de nadie donde la autoridad ejerce sin contemplaciones, sobre todo en países por moldear democráticamente. Lo sé, pero el turista desvencijado sometido al despojo no atiende a razones y sigue gritando a los cuatro vientos sus reproches. El agente de Inmigración le pregunta al joven que ha venido a acompañarnos hasta el coche que debe llevarnos a Katmandú que qué coño estoy diciendo.
-No tengo ni idea. Habla en español- le contesta encogiéndose de hombros.
Más sosegado, le propongo al agente que me haga él la foto y que entonces le pago los cinco dólares que me reclama y, si no es así, que me enseñe por escrito la obligación de entregarle una fotografía. Harto de no entenderle una palabra, le alargo una amarillenta fotografía de carné de Ramón, mi ahijado de cuatro años, que siempre llevo en la cartera.
-Soy yo- le digo con rostro serio.
-¿De verdad?
-Sí, hace unos cuantos años. ¿Le vale?
El oficial da entonces su brazo a torcer y me devuelve los cinco dólares de penalización y el visado sellado por segunda vez. El capitán Haddock se ha salido con la suya.
A las ocho y media de la mañana (dos horas y cuarto más en China), con nuestros pasaportes en el bolsillo, matamos la espera en un cochambroso bar donde ni siquiera hay cerveza fría para sosegar los ánimos y reconciliarme con el mundo. Frente a nosotros, una pareja de italianos que ha presenciado la escena de la aduana nos mira de soslayo sin decir palabra, como temiéndose otro arrebato. Media hora después, estamos ya carretera abajo camino de Katmandú. El capitán Haddock se ha quedado en la frontera, esperando otra ocasión propicia para poseer al próximo turista extenuado.

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Comentarios (1)

  • Hoyense

    |

    La historia de la foto es buenísima, me muero de risa imaginándote

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