Decidimos hacer un viaje hacia la primavera. Queríamos dejar atrás el hielo, las noches adelantadas a la sobremesa, la bofetada del viento de la mañana, el mar de abetos: Alaska. Después de seis meses de frío, escapábamos al sur, como náufragos del invierno buscando una orilla con palmeras.
El camino más corto atravesaba los fiordos por un ruta de agua porque en esa latitud, el barco es la alternativa al volantazo en las pistas heladas de Canadá. Y en la ciudad de Skagway nos esperaba el Columbia, un ferry de los años 60′ acostumbrado a sortear islotes entre la bruma. La noche anterior vimos el resplandor de la última aurora boreal de nuestra vuelta al mundo. Nos despedimos del magnetismo verde y embarcamos como quien se abandona a la siesta de los sentidos.
En la ciudad de Skagway nos esperaba el Columbia, un ferry de los años 60′ acostumbrado a sortear islotes entre la bruma.
El ruido del motor y el oleaje serían la banda sonora de los días que vinieron. El interior del barco era un refugio para las tempestades del mar de Alaska, con su bar iluminado como un casino, su sala de cine, sus butacas para contemplar el mundo acuático que teníamos delante, sus ojos de buey, su restaurante de estilo “Vacaciones en el Mar”.
En cubierta no había nadie y allí la realidad golpeaba con más fuerza, porque sólo desde la popa del barco me podía asomar a esa estela infinita que iba dejando el Columbia y que me recordaba lo lejos que estaba de casa. Pasé muchas horas en el exterior, hablando con José Luis y con Alfonso del día en que llegaríamos al Caribe, de las estepas que un día recorrimos en Mongolia, de las noches de Vladivostok y las puestas de sol de Noruega. Hablamos de todo lo que cabe hablar en un barco, con ese ritmo suave que invita a la conversación con bufanda, porque no hay mejor lugar para hacer balance que la cubierta de un ferry.
Hablamos de todo lo que cabe hablar en un barco, con ese ritmo suave que invita a la conversación con bufanda, porque no hay mejor lugar para hacer balance que la cubierta de un ferry.
Nos detuvimos en Juneau. La capital del mayor territorio de los Estados Unidos está incomunicada por tierra, tal vez para reforzar la idea de soledad de Alaska. Es el estado menos unido de Norteamérica, porque está lejos de todo, perdido en un vértice del continente. Los totems de madera se alzan con el mismo orgullo que sus montañas pero pronto volvimos a abandonar la tierra para seguir las sendas del mar.
Mientras descendíamos hacia el sur, las islas de esta parte del mundo se fueron desprendiendo de la nieve, los faros parecían más amables y hasta las gaviotas graznaban con más alegría. El puerto de Sitka nos recibió rodeado de bosques verdes y tuvimos tiempo de pasear la ciudad más rusa de América. Sitka fue la capital de Alaska cuando ésta era una región de Rusia, donde ni el océano Pacífico detenía sus aires de expansión. Pero gobernar un territorio tan monstruoso resultaba agotador y decidieron vender a Estados Unidos aquel bloque de hielo, de estepas yermas e inhóspitas por poco más de siete millones de dólares. Años más tarde, al secretario de Estado norteamericano, William Seward, artífice de la compra de Alaska, debió de entrarle la risa floja cuando descubrieron, bajo los glaciares, abundantes pozos de petróleo.
Hoy, Sitka aún conserva su antigua iglesia ortodoxa y algunos totems indígenas. Por lo demás, los Mac Donalds y las gorras de béisbol han invadido a sus habitantes.
Allí conocimos a viajeros que andaban buscándose, camino de ninguna parte, porque entre aquellas islas, nadie parece tener claro el rumbo de sus propios pasos
El resto del viaje nos permitió disfrutar del interior del barco. Allí conocimos a viajeros que andaban buscándose, camino de ninguna parte, porque entre aquellas islas, nadie parece tener claro el rumbo de sus propios pasos. Compartimos noches de whisky y anécdotas con el camarero; José Luis nos mostró su destreza en el piano de cola y hasta el capitán del barco compartió mesa con nosotros. Tenía aquel hombre un poso melancólico de tanto remontar oleajes y acompañamos la charla con salmón y un vino blanco que nos hizo olvidar que estábamos ya lejos de Alaska.
La última noche regresé a cubierta para atisbar las luces de Vancouver. Lamenté no disponer de tiempo para pasear sus calles y como Moisés, vimos en la distancia, sin llegar a palparla, una de las ciudades más fascinantes de Canadá.
El puerto de Bellingham anunciaba el final del viaje. Pisamos tierra firma y nos separamos del Columbia que quedó atracado esperando el viaje de vuelta, porque su destino es recorrer aquellos fiordos salvajes, hermosos, una y otra vez, llevando a sus pasajeros de un clima a otro, de Alaska al resto del mundo.
Mientras caminábamos hacia el autobús que nos llevaría a Seattle, me quité el gorro de lana alaskeño, despojándome del invierno más largo e inolvidable que había vivido jamás.