Un castillo en la selva de Nicaragua

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Nos acomodaron en una pequeña embarcación bajo impermeables amarillos y empezamos a recorrer el río San Juan. Estábamos empapados, somnolientos y con ganas de estirar las piernas pero hicimos un último esfuerzo para desenfundar la cámara y grabar la travesía fluvial. Mucho más tarde aparecieron unos rápidos que nuestro barquero esquivó pegándose a la margen del río. Ese tramo es conocido como “El Raudal del Diablo” y cuando se calmaron las aguas nuestro guía, Manuel, anunció el fin del viaje. Estábamos en un pueblecito llamado El Castillo.

Eran las cinco de la tarde y empezaba a caer el sol. Habíamos tardado treinta horas de carretera, aeropuertos y ríos desde El Salvador, pasando por Honduras para alcanzar aquel recóndito lugar accesible sólo en barca, muy cerca de la frontera con Costa Rica. Y sí, había merecido la pena.

Eran personas humildes acostumbradas a las tormentas y a los cocodrilos, resignados a vivir entre el río y la maraña de los árboles

La aldea se alarga en paralelo al río. Las casitas están levantadas sobre el agua por pilares de madera que parece que no van a aguantar la corriente de los rápidos. Sólo el sonido de la lluvia y el fluir del río rompen el silencio de un pueblo sin vehículos. Me perdí por la única calle de El Castillo, tratando de asimilar aquel ambiente de pescadores asilados en los confines de la selva. La gente parecía feliz. Del interior de las viviendas abiertas de par en par llegaba el olor de las cazuelas con pescado al limón y camarones de río. Eran personas humildes acostumbradas a las tormentas y a los cocodrilos, resignados a vivir entre el río y la maraña de los árboles. Con la libertad que les proporcionaban sus barquitas surcaban caminos de agua hasta las aldeas vecinas. Ese era su mundo.

La fortaleza española que da nombre al pueblo no acababa de encajar en este lugar. Era una muestra más del poder colonial, con sus almenas, sus murallas de piedra y sus torres sobre las que se apostaban los soldados apuntando a los piratas que trataban de cruzar los rápidos del río. Allí tuvieron lugar conflictos atroces entre conquistadores y piratas, pero todas las batallas las acabó ganando la malaria. Hoy es un monumento excéntrico sin turistas, donde los niños nicaragüenses juegan a la guerra.

Allí tuvieron lugar conflictos atroces entre conquistadores y piratas, pero todas las batallas las acabó ganando la malaria

Se apagó el día y se encendieron algunas bombillas de luz tenue en los restaurantes. Nos fuimos a descansar a un hotelito llamado Victoria, donde nos trataron sin distancias, como en un hogar improvisado, entrañable.

El cielo gris se estancó sobre la selva a la mañana siguiente. Alfonso y yo salimos a conocer la Reserva de Indio Maíz. Nos acompañaba uno de esos expertos en detectar cosas que para cualquiera pasarían desapercibidas. Gracias a él encontramos ranas enanas de colores brillantes, radiactivos, pero aquel aspecto de carnaval de las ranitas esconde un veneno que aconseja guardar las distancias. También vimos auténticas procesiones de hormigas gigantes cuya picadura, nos aseguraba el guía recordando un mal paso en la selva, es extremadamente dolorosa. La reserva cuenta incluso con plantas “caminadoras”, una especie arbórea cuyas raíces se extienden sobre la superficie elevando el tronco a más de un metro. Las raíces forman algo parecido a unas patas capaces de desplazar el árbol varios metros en busca de un terreno mejor para establecerse. ¡Eran árboles nómadas! La suerte estuvo de nuestra parte cuando apareció un ocelote, un felino esbelto como todos los felinos, no mucho mayor que un gato, pero que cuando ruge parece un león. Su presencia elegante completó nuestro paseo poco antes de que arreciase la lluvia. Regresamos al pueblo empapados.

Yo jamás me había subido en una de esas canoas estrechas y desde luego nunca hubiera imaginado esa misma mañana en Managua que acabaría enfilando los rápidos del río San Juan en una de ellas.

Nos reconfortó el sabor de los cangrejos de río cocidos y el plátano frito mientras esperábamos a que escampara. Las tormentas intermitentes dejaban poco espacio a la planificación y había que apresurarse para afrontar un nuevo experimento audiovisual. Íbamos a navegar en kayak –anunció Manuel- cruzando “El Raudal del Diablo”. Yo jamás me había subido en una de esas canoas estrechas y desde luego nunca hubiera imaginado esa misma mañana en Managua que acabaría enfilando los rápidos del río San Juan en una de ellas. Pero allí estaba yo, con la cámara apuntándome en la orilla y el bueno de Manuel alentándome desde otra canoa. Alfonso y José Luis hicieron sus apuestas sonriendo en la distancia. Era imposible dominar la corriente y cuando me quise dar cuenta estaba rodeado de olas violentas, sin saber muy bien qué hacer con los remos. Aún me pregunto cómo crucé sin volcar aquellos rápidos donde los corsarios ingleses recibían cañonazos desde la fortaleza española hace 400 años.

Aquella noche cenamos en el hotel Victoria. Nos entretuvimos tirando migas de pan al río para congregar a tortugas y cocodrilos bajo nuestros pies. Nos pareció divertida aquella reunión de reptiles junto a las casitas de madera pero los habitantes de El Castillo no se suben a sus barcas sin vigilar antes la orilla.

Poco después regresamos en barca, primero y en avioneta después a la capital del país. Allí volvimos a la carretera, al mundo de asfalto que se olvida que hay un lugar mágico empotrado entre el río y la maleza, un castillo entre la selva de Nicaragua.

 

 

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Comentarios (4)

  • Rosa

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    No terminas de sorprender con tantas imágenes.
    ¡Estás vistoso de amarillo y remando en el kayac parece que los has hecho de toda la vida!

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  • Lydia

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    ¡Pero qué bien cuentas las cosas!
    Me ha sorprendido mucho los de los «árboles nómadas».
    Tuviste mucha suerte durante el paseo, porque pudiste ver muchas cosas especiales.
    Desde luego, los restos del castillo, desentonan.

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  • Juancho

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    Todas los nicaraguas pensé en ir a ver El Castillo, y nunca encontré ocasión. Un poco más allá, al norte, en Blufields, viven los indios miskitos… Ya os imagino rabiando por no tener el tiempo para ir a visitarlos. Gracias por regalarnos imágenes de país tan noble!

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  • Rosa

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    Grandioso , que dios siempre te acompañe en esas experiencias tan hermosas que te hacen vivir como que si estuvieras ahí.
    Gracias.

    -Rosa de Argentina.

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