Soy consciente de que la crítica puede ser criticada. No rivalizo con la opinión ajena, no cuestiono los recuerdos imborrables de otros, no juzgo la devoción de los amantes, un suponer, que quedaron prendados del pórtico de Notre Dame. Pero cualquier ciudad del mundo sólo puede ser descrita a través del filtro de la propia experiencia. Yo he caminado las calles de París hasta cuatro veces y aunque lo he intentado, no puedo, no me siento cómodo, no me seduce. No me gusta París.
En Viajes al Pasado tratamos de abrir puertas al mundo. Sin embargo, es imposible enamorarse de todas las ciudades. El encanto no puede ser una cualidad global. Hay lugares que sencillamente no acaban de conmovernos y París es, para mí, uno de ellos.
La capital francesa es como un hotel de cinco estrellas: elegante, cara y con un punto de ostentación
La capital francesa es como un hotel de cinco estrellas: elegante, cara y con un punto de ostentación. La gente habla de forma educada, sin levantar la voz, acompañando lírica en los gestos, pero en la mirada del parisino hay siempre un juicio hacia el visitante. Como el de ese recepcionista de hotel de lujo que desaprueba el atuendo de un huésped.
En Moscú, por ejemplo, los habitantes pueden dedicarte la mirada de un portero de discoteca, tosca, severa. Se trata de una desconfianza de otro tipo, más instintiva, más brusca, pero es fácil relajar esa distancia con un vodka. En Londres, muchos ingleses hablan con orgullo anglosajón, un tanto arrogante, pero luego se inventan los pubs con sus cervezas, para universalizar la noche. Los romanos presumen de su Historia sin complejos, con aspavientos incluso, pero hay algo cercano en su carácter extrovertido, tal vez la risa fácil.
En muchos casos convierten su ciudad en un museo que hay que visitar con paraguas unos 200 días al año.
En París no me imagino compartiendo una fiesta espontánea con un parisino altivo (términos que pueden llegar a ser redundantes). Algunos se empeñan en convertir su ciudad en un gran museo que, por cierto, hay que recorrer con paraguas unos 200 días al año.
Cuando se viaja con una cámara de vídeo, se acentúa la suspicacia con el extranjero. Tuve la impresión de que se resistían a que grabáramos sus plazas, sus calles y sus cafés como si fuéramos a robarles la magia asociada al concepto “París”.
Esa sensación incómoda me ha acompañado siempre aquí. El discurso del parisino no es soberbio, ni grandilocuente, es algo más sutil: es condescendiente. Hablan de otras ciudades con generosidad mientras no cometas la osadía de comparar ninguna con París y en esa condescendencia existe a veces un agravio tan imperceptible, que uno pierde el derecho a protestar.
El discurso del parisino no es soberbio, ni grandilocuente, es algo más sutil: es condescendiente.
Tal vez esa atmósfera distante me ha impedido disfrutar de la belleza objetiva de la iglesia de Sainte Chappelle, con sus vidrieras infinitas o de los paseos del Sena, bajo puentes por los que huyen los amores despechados.
Más allá de estas postales, nunca he entendido dónde reside la virtud del Pompidou, con todos esos andamios rodeando un bloque rectangular, o la torre Eiffel, otro edificio que se me antoja inacabado. Tampoco he disfrutado nunca de la plaza de Montmartre, tan abigarrada que el arte se ha vuelto una excusa para ver a un montón de gente. No me seduce ir de compras a las once de la noche por los Campos Elíseos, cuyo nombre ha sido corrompido por las marcas comerciales y no le veo la gracia a las reverencias del camarero que se retira con los seis euros del café con leche, en un local de estilo rococó.
En muchos sentidos, esta ciudad me parece un escaparate gigante, que sólo puede verse desde fuera.
París tiene muchos nombres pero en la “Ciudad de la Luz” llueve más que en Londres, en “La Ciudad del Glamour” también hay mendigos durmiendo junto a las joyerías y en “La Ciudad del Amor” nunca me sentí bienvenido. No, no me gusta París.