Hace ya tiempo que fui a Fiji, donde apenas estuve una semana, y si pienso así, ahora, en aquel viaje, ¡pop!, me vienen dos momentazos completamente diferentes al espíritu. Uno, el McDonalds de Suva, la capital fijiana, donde olía a desinfectante y había un Roland McDonald sentado con la pintura descascarillada intentando ser embajador de algo en un entorno de cemento, parque descuidado y una humedad tropical intensa. Dos, un chico inglés de unos 18 años que, en un albergue juvenil y verídico de la isla de Maná, me enseñó un mapamundi de papel que traía doblado en su mochila y que usaba como si fuera la guía Campsa en su viaje por el planeta. No tenía ni un cuaderno, ni una cámara de fotos, ni nada más que una mochila con algo de ropa, un poco de dinero, el pasaporte y ese mapa de papel con el que había salido de su casa a conocer el mundo.
Llegué a Suva sin un plan claro, con la idea de quedarme un par de días “en la capital” y luego tomar algún autobús que me llevar a algún puerto donde tomaría algún barco que me llevaría a alguna isla. Sin embargo, no había abierto la habitación del “hotel” y ya me di cuenta de que dos horas en la ciudad habrían sido suficientes para pasearla y que Fiji, mi Fiji de los cuentos de piratas, de las películas coloreadas con collares de flores y papagayos, mi fantasía de Fiji – ay las disparidades entre la fantasía y el experimento – empezaba, si empezaba en alguna parte, y mi fantasía se iba a encargar de ello, en las islas de aguas transparentes que hay en medio del mar.
No obstante, insuflada del optimismo viajero me dije: “demos una oportunidad a ‘esto’…”, y me asomé por la ventana a observar Suva, de la que vi unos bloques de colores y cemento, unos charcos de lluvias tropicales y un letrero de Vodafone.
El McDonalds triste, solitario, con olor a Ajax Pino y una frecuencia de consumismo primitivo fatal
Lavados los dientes, ritual incomprensible de llegada a hoteles lejanos, y con mis chancletas de plástico chino, arma infalible y fundamental en el pacífico contra lluvias, calores, caminatas y atracos, salí a descubrir la ciudad. El calor era imposible, la humedad de un novecientos por cien, las gentes muy simpáticas e indias mayormente, y el McDonalds triste, solitario, con olor a Ajax Pino y una frecuencia de consumismo primitivo fatal.
Así que el día se fue articulando con esa médula encomiable del descubrimiento viajero, que no condena ni el torcerse un tobillo en una calle de adoquines ondulados de forma anárquica por las raíces de los árboles ni los aromas a basura que emergen de una cloaca casual. Compré pulserillas indias, comí en un restaurante indio –muy rico -, entré en bazares indios, compré esos aperitivos japoneses verdes que saben a wasabi y que dan dolor de tripa, y caminé, animadísima, hacia la estación de autobuses para que me explicarán cómo llegar al mar, cómo salir del hormigón de colorines rotos, del olor a curry urbano, de mis ganas abiertas infinitas de vivir en las islas del hemisferio austral.
– Tiene que ir a una península y de ahí salen muchos barcos a pequeñas islas, elige una y se queda o, si no, puede bajar y subir, y luego regresar a Suva.
– No, no, regresar no – dejé claro al señor.
– Ah, pues entonces se puede quedar allá. En un resort, en un albergue, eso usted verá. Hay muchas, mire – y me mostró un mapa con decenas de islas y de rutas de barcos grandes y pequeños, que iban de unas a otras en un entramado alegre de competencia de operadores de diversa magnitud y rango de acción.
– Madre mía, cuántas islas… ¿y hay alguna pequeña, solitaria, donde no vaya mucha gente y tengan algún sitio con una cama, cerveza y ya?
– Puede ir a Maná.
A Maná me llevó un barco de madera pintado de blanco
A Maná me llevó un barco de madera pintado de blanco en el que viajaban otras personas que se fueron quedando por otras islas. Cuando llegamos y bajé a tierra el barquero me dijo adiós con la mano, después de explicarme que media isla era un resort intransitable para millonarios y que la otra mitad, “donde podía estar yo”, era la parte pobre donde había alguna posada en la que me podría instalar.
Ni en el mejor de mis sueños me habría podido imaginar algo así. La penitencia de la omnivisión del cemento roído de Suva, de los rugidos de los tubos de escape, del olor a Ajax Pino de Ronald Mc Donald eran meros aperitivos de sacrificio ante la falta de protagonismo y de rutilancia de ese lugar, ante la simpleza y la belleza clara de este paisaje sin tocar, que existía, sin pretensiones, en medio de los mares.
Me instalé en el “albergue de juventud”, capitaneado por una anciana sonriente y poco habladora de nacionalidad irrecordable, y pasé los días que siguieron paseando, nadando, echando siestas y explorando la vida pobre de una aldea que florecía, con niños descalzos, gallinas errantes, olor a estofado y barajas oxidadas, al lado del resort internacional. A veces hablaba con quién me cruzaba y, si no, pululaba y tomaba cerveza con los integrantes del hostal, que tenía solo una habitación con seis camas donde hubo un reportero asiático, alguna pareja y mi amigo inglés.
Unos muchachos y un señor barrían la arena de la playa con una lentitud perfectamente armonizada
No me acuerdo cómo se llamaba ese chico ni cuál era la ciudad de la que se marchó, pero recuerdo exactamente como si fuera ayer, una tarde en la que estábamos tomando una cerveza y viendo caer la tarde apoyados en una barandilla de madera sin decir nada. Delante de nosotros unos muchachos y un señor barrían la arena de la playa con una lentitud perfectamente armonizada con el movimiento local de los astros y el inglés, metido en el momento, en el cigarro, en su cerveza y en la vida -algo que yo he tardado como 40 años en aprender a hacer y que todavía hoy fuerzo- dijo “Fiji time” mirando el horizonte.
Creo que nunca he vuelto a estar en un lugar con tan pocos artificios como aquel y con una persona con tan pocos artificios como esa. Aquello me supo a vida. A salitre. A la vida de verdad que veneramos, adoramos, servimos y evocamos cuando la otra, la pseudo, la mental, no nos gusta, nos agota, nos confunde y por fin ya no nos interesa. La vida de verdad, la de los niños y los animales, la de algunos abuelos y algunos chavales valientes, héroes silenciosos como mi amigo, que salen de su casa a experimentar el mundo entero con los sentidos abiertos y un mapa de papel.