Azul: reflejos de París en la Pampa argentina

La localidad había sido el asiento de la famosa tribu del cacique Catriel. (…) La tierra valía poco, el riesgo era altísimo, pero las oportunidades eran altas. Azul era territorio sólo apto para audaces.

“Ella es descendiente de una Louge” – le dije a la dueña de la estancia presentándole a mi mujer. “¡Ah! Tienen que hablarlo con Jorge. A él le va a interesar”, respondió refiriéndose a su marido Jorge Louge, quien había heredado el campo de su tatarabuelo.

Habíamos decidido tomarnos un fin de semana largo en una zona importante para la historia de los indios de la pampa, ya que yo estaba investigando ese tema. La localidad de Azul había sido el asiento de la famosa tribu del cacique Catriel. Buscando estancias que recibieran pasajeros habíamos encontrado La Isolina, que nos atrajo por dos motivos. El primero era el aspecto de petit hotel francés que tenía la casa principal del campo, y el otro era que el apellido de los dueños era el mismo que María Louge, la bisabuela de mi mujer, de quien su familia había heredado campos cerca de Azul. ¿Serían familiares lejanos? Intuí una historia interesante y hacia allá fuimos.

La localidad de Azul había sido el asiento de la famosa tribu del cacique Catriel

En 1860 la Argentina no era todavía un destino de inmigrantes europeos. La mayor parte de la enorme planicie de la pampa estaba disputada con tribus indias. Pero una de ellas, la de Catriel, había acordado con el Gobierno asentarse en las afueras de Azul y proteger el poblado del ataque de otros indios a cambio de que el Gobierno le entregara mensualmente cientos de cabezas de ganado. Pocos confiaban en la lealtad de Catriel por lo que no eran muchos los que se animaban a hacer que esos fértiles campos produjeran. La tierra valía poco, el riesgo era altísimo, pero las oportunidades eran altas. Azul era territorio sólo apto para audaces.

Nos sentamos a tomar un té con escones en el elegante porche delantero del caserón y al rato apareció un hombre vestido con boina, pañuelo al cuello, botas de montar y los típicos pantalones gauchos llamados bombachas. Jorge Louge era un enamorado de su campo y la tradición, pero también un hombre viajado que hablaba varios idiomas y se esmeraba en hacer que la estadía de sus huéspedes fuera perfecta. Luego de presentarnos, mi mujer le contó algo de la historia de su bisabuela. “Tenía un campo en 16 de julio que mi familia terminó de vender hace unos 30 años”, le explicó. El sabía de unos Louge de por allá. Su antepasado, Etienne Louge, había tenido cuatro hijas pero ninguna de ellas era la “María Louge” de mi mujer. “Seguramente vinieron otros Louge del pueblo de Etienne”, dijo él, dejando la puerta abierta de que tuvieran un parentesco lejano.

La situación en los alrededores se había hecho muy difícil. La tribu de Catriel había vuelto a las andadas; robaba y atacaba los campos

Por la noche compartimos la cena con los dueños del campo y otra pareja que también se hospedaba allí. Luego de una comida simple pero exquisita nos sentamos frente al fuego del hogar para que Jorge nos contara la historia de Etienne Louge. Él había llegado de Francia en 1854 con 14 años, sólo y sin un peso. Buscando nuevos horizontes no tuvo mejor idea que establecerse en Azul. Trabajó en Ramos Generales, como le decían en aquel entonces a los negocios que vendían de todo. Pero la situación en los alrededores se había hecho muy difícil. La tribu de Catriel había vuelto a las andadas; robaba y atacaba los campos. ¡Secuestraron a Etienne cuando llevaba mercadería en una estancia! Pero el francés supo ganarse al cacique. Al indio le interesaba la carne y al francés los cueros. ¡Se hicieron amigos! Etienne compró un campo a precio de ocasión y su estancia se convirtió en la única que Catriel no asolaba. Hasta se decía que Etienne vendía cueros de ganado robado por los hombres de Catriel. Me imaginé que el francés no debía ser muy popular en Azul. “Le debe de haber costado conseguir novia”, dije yo, mientras saboreaba un riquísimo Cointreau. Pero esa parte de la historia quedaría para el día siguiente.

Fui cerca del arroyo Tapalqué. Mientras disparaba mi teleobjetivo a diestra y siniestra imaginé que en esas aguas debían de haber abrevado las caballadas de Catriel

Me levanté muy temprano para aprovechar la mejor hora para sacar fotos. Fui cerca del arroyo Tapalqué, que bordeaba el campo, buscando fotografiar pájaros. Mientras disparaba mi teleobjetivo a diestra y siniestra imaginé que en esas aguas debían de haber abrevado las caballadas de Catriel. Luego de un rato volví al caserón justo a tiempo para sentarme a la mesa de desayuno mientras Jorge comentaba la cabalgata que haríamos.

“Tordillo, alazán, zaino…”, decía él pronunciando el nombre criollo de cada uno de los diferentes pelajes de los caballos que nos ensillaban. Salimos al paso con un par de perros siguiéndonos. La disparada de una liebre los hizo salir corriendo en esa dirección sin que tuvieran la menor probabilidad de atraparla.

Etienne se hizo traer una mujer de su pueblo de Francia. Su única exigencia era que fuera trabajadora, “sin importar su belleza”

“Por allá eran los toldos de Catriel”, dijo Jorge apuntando hacia las Sierras Bayas que se veían a lo lejos. Y mientras avanzábamos hacia un recodo del arroyo nos contó que Etienne se hizo traer una mujer de su pueblo de Francia. Suena raro, ¿no? Pero es así. Pidió una mujer con la única exigencia de que fuera trabajadora, “sin importar su belleza”, escribió a sus parientes. Así llegó Germaine Picot, con quien tuvo ocho hijos.

De repente, ¡otra liebre! Dejé galopar a mi caballo siguiendo a los perros en su inútil carrera. Luego de la jineteada todo el grupo volvió al “castillo”. En breve estaría listo el asado, infaltable en cualquier visita al campo argentino.

Con los años el Gobierno argentino venció a los indios y los reubicó a cientos de kilómetros de distancia. De repente aquellos campos de poco valor pasaron a ser mucho más atractivos; bajaba el riesgo y aumentaba la producción. Etienne, quizás sin saberlo, se hizo rico pero siguió viviendo en su rústica casa y trabajando de sol a sol.

En los años veinte se formó una nueva clase social con aquellos jóvenes ricos, hijos de estancieros, que importaron el estilo de vida parisino

Comimos el asado del mediodía en lo que quedaba del rancho original de la estancia. Techo bajo, paredes de adobe, piso de tierra… la típica construcción rural del siglo XIX. Jorge nos contó la historia de una famosa pelea entre gauchos que había acontecido en ese mismo rancho. A puro facón se trenzaron hasta que uno terminó con sus tripas al aire, “achurado”, como se le decía entonces. ¿El motivo de esa mortal pelea? Uno tenía buenas cartas (o haría trampa) y ambos tenían varias copas de ginebra de más. Una historia común en la pampa argentina que tan bien supo contar nuestro Jorge Luis Borges.

Pero con el cambio de siglo también cambió la sociedad argentina. Los inmigrantes llegaban por cientos de miles, los campos pasaron a contar con muchos trabajadores y las ciudades con muchas bocas por alimentar. Los terratenientes se hicieron multimillonarios. Si bien la vida de los viejos pioneros no cambió mucho con la riqueza, sus hijos tuvieron una actitud totalmente distinta. En Buenos Aires se formó una nueva clase social con aquellos jóvenes ricos, hijos de estancieros, que importaron el estilo de vida parisino. Fue en los años veinte que la ciudad se llenó de palacetes y mansiones diseñadas por arquitectos franceses o italianos, amuebladas íntegramente en París, Londres o Roma. Algunos de estos jóvenes, ante la muerte de sus padres, debieron asumir el manejo de sus campos y muchos decidieron construir allí palacetes europeos. Así fue que uno de los hijos de Etienne construyó la impresionante casona de La Isolina. Un poco de París en medio de la Pampa argentina.

Nos despedimos de Jorge Louge y su mujer para subirnos a nuestra camioneta siguiendo las huellas del cacique Catriel. Antes de dejar La Isolina me detuve para sacar una última foto del caserón.

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