Cueva de Lecherines: en busca del hielo

Tiene algo de especial ir a la búsqueda del hielo mientras España se derrite. Son cada vez menos los neveros que resisten en los Pirineos la temporada estival pero, ¿y el hielo? Para encontrarlo hay que adentrarse en las entrañas de la cordillera.

Tiene algo de especial ir a la búsqueda del hielo mientras España se derrite. Son cada vez menos los neveros que resisten en los Pirineos la temporada estival. Pero hoy no vamos en busca de esos reductos de nieve perpetua, sino de ese hielo inmaculado, cristalino, que se cobija en las entrañas calcáreas de la cordillera, esas cuevas de origen kárstico donde encuentra las temperaturas idóneas para perpetuarse sin deshacerse en agua. A dos mil metros de altitud, la cueva helada de Lecherines, en los límites orientales del macizo del Aspe, en el Pirineo de Huesca, es un espectáculo de columnas de hielo en invierno y comienzos de la primavera, pero ¿y en verano? ¿Resiste el hielo? Eso queríamos comprobar huyendo de la enésima ola agostiza de calor.

Hemos llegado por carretera desde Jaca hasta el pequeño municipio de Canfranc (no confundir con Canfranc Estación, unos kilómetros más arriba en dirección a la frontera francesa), el único que conozco donde en la plaza del pueblo ondea la bandera republicana. Al otro lado de la carretera hay un aparcamiento donde dejamos el coche antes de volver unos metros sobre nuestros pasos por el asfalto, ahora a pie, hasta una corta cuesta donde comienza el sendero, señalizado con un indicador de madera y marcas de GR-11 (rojas y blancas).

A dos mil metros de altitud, la cueva es un espectáculo de columnas de hielo en invierno

El camino atraviesa pronto las ruinas, mimetizadas en el bosque, de un antiguo vivero forestal. Refugiados del calor a la sombra del pinar llegamos muy pronto a la fuente de los abetazos (1.346 metros) y, muy poco después, al refugio de Gabardito, con la inmensa mole de Collarada asomando a nuestra derecha y las cimas de los Lecherines, hacia donde nos dirigimos, frente a nosotros. Aquí la senda se difumina y hay que continuar en dirección noroeste, dejando el refugio a nuestras espaldas, sin ganar mucha altura para recuperar el camino, que ahora pierde altura para sortear varios barrancos hasta alcanzar otro refugio, éste con abrevadero, en la majada del Lecherín Bajo (1.666 m.).

Hasta aquí (dos horas menos cuarto de caminata), la subida no es nada exigente, así que se llega en un estado óptimo para afrontar el desnivel más serio de la ascensión. Frente a nosotros se abren dos barrancos nítidamente, pero el que conduce a la cueva es el de la derecha. El sendero empieza a empinarse detrás del abrevadero y, unos metros más arriba, se bifurca (está señalizado). Desde este punto seguiremos unas marcas verdes y blancas para ascender el barranco, sin desviarnos demasiado hacia la derecha aunque se adivinen caminos a media ladera que se alejan de nuestro objetivo.

Hace calor y parece imposible que el hielo que buscamos pueda sobrevivir en este hábitat con estas temperaturas

Ésta es, sin duda, la parte más dura del recorrido. Hace calor y parece imposible que el hielo que buscamos pueda sobrevivir en este hábitat con estas temperaturas. Ascendiendo por la canal entre cada vez más rocas y aisladas edelwaiss, la bella flor de nieve clásica de estos parajes, llega un momento en que tenemos que abandonar el barranco sin coronar el collado y desviarnos hacia la izquierda. Después de un pequeño destrepe, llegamos por fin a la cueva de Lecherines (2.015 metros) en dos horas y 45 minutos desde el pueblo de Canfranc.

La boca de la cueva es una amplia alfombra de nieve que ya anticipa la brusca bajada de temperatura en su interior. Es como una inmensa nevera con la puerta abierta. Las vistosas estalactitas y estalagmitas invernales han desaparecido, aunque la luz todavía ilumina de forma tenue un puente de nieve unos metros más adentro. Estamos solos. Nos colocamos los frontales para explorar, con la torpeza propia de un profano, las entrañas de la cavidad principal. Cuesta que los ojos se acostumbren a la oscuridad, así que avanzamos casi a tientas entre ráfagas de luz, golpeando con los bastones el silencio frío.

Nos colocamos los frontales para explorar, con la torpeza propia de un profano, las entrañas de la cavidad principal

Las rocas están cubiertas de una película terrosa que mancha al mínimo contacto. Exhalamos vaho mientras nos adentramos poco a poco en la cueva, descendiendo unos metros sin dificultad. Desde las primeras expediciones francesas en los años 60 del pasado siglo, los espeleólogos han conseguido bajar 1.000 metros de profundidad abriéndose paso por las distintas galerías y simas. Sólo de pensarlo me entra un sudor gélido.

La linterna alumbra de pronto entre los enormes pedruscos un reducto de hielo puro, de un blanco sideral, refugiado en el corazón de este gigante calcáreo. Vemos algunos más, testimonio de ese paraíso del hielo que es la cueva de Lecherines en invierno. Sobre nuestras cabezas, una gran piedra está aprisionada entre la marea de rocas desprendidas en un derrumbe. Ya sería mala suerte que cediese justamente ahora, pienso, aunque por si acaso me alejo de la trayectoria.

La linterna alumbra de pronto un reducto de hielo puro, de un blanco sideral, refugiado en el corazón de este gigante calcáreo

Pasamos tres cuartos de hora descubriendo la cueva con la expectación de dos adolescentes y, muy cerca de la entrada principal, nos tropezamos con el cráneo de un sarrio, todavía con el cuerno unido a la osamenta, que seguramente buscó aquí cobijo a la enfermedad o al mal tiempo en el duro invierno pirenaico. Y aquí se quedó.

Al volver a salir a cielo abierto estamos destemplados y decidimos posponer el almuerzo hasta llegar al refugio para poder entrar en calor. Bajando nos cruzamos con una pareja de montañeros que pregunta por la cueva. No vemos a nadie más. La soledad de la montaña siempre es una recompensa impagable, seguramente inmerecida. Poco más de dos horas después estamos en Canfranc. Nos esperan dos enormes jarras de cerveza. Helada, por supuesto.

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