Villa de las Estrellas: un sueño en la Antártida

Villa de las Estrellas sonaba a cuento, a fantasía. Su nombre era tan irreal como el lugar en el que se había instalado y nosotros nos dirigíamos allí. Estábamos a punto de subirnos a un avión para viajar a la Antártida.

Villa de las Estrellas sonaba a cuento, a fantasía. Su nombre era tan irreal como el lugar en el que se había instalado y nosotros nos dirigíamos allí. Estábamos a punto de subirnos a un avión para viajar a la Antártida.

Recuerdo que mi hermano me había hablado de ese lugar. Era uno de esos destinos que hay que nombrar en voz baja como si el mundo los guardara en secreto, porque son pueblos imposibles, caprichos de los hombres, sociedades que han dado la espalda al mundo y a la cordura.

Sobrevolar los témpanos gigantes de hielo del cabo de Hornos nos ayudaba a entender la ubicación de Villa de las Estrellas, cuyo nombre describe como han de ser allí sus noches despejadas. Al sur del sur, mucho más a sur de Ushuaia y de Puerto Williams, al sur del cono sur de América, al sur del resto de los hombres. Con ese afán de civilizar un mundo de hielo, los chilenos se inventaron esta aldea, al que no le falta un aire internacional, pues hasta la patria es un concepto que queda a desmano en la Antártida.

Si uno deja de mirar a los vértices de un mapa, se puede llegar a entender Villa de las Estrellas, a atisbar cierta humanidad en su lejanía

Sigue habiendo aquí una base científica, pero ha mutado en pueblo. La diferencia con el resto de bases científicas antárticas es, por ejemplo, la presencia de los niños. Hay una escuela y un gimnasio y una plaza con tres metros cuadrados de adoquines y hay una iglesia ortodoxa -los rusos no saben de distancias para la fe-, y hay un hospital y un par de coches y una oficina de correos y una oficina bancaria y de pronto, si uno deja de mirar a los vértices de un mapa, se puede llegar a entender Villa de las Estrellas, a atisbar cierta humanidad en su lejanía.

Las familias de los científicos se instalaron aquí, en búnkers que ellos pintan de colores, con visillos floreados en el interior, con muñecos decorando las entradas. En las playas de canto y nieve, los pingüinos ven partir cada mañana las balsas cargadas con esos tipos raros que estudian los confines del mundo. Todo es extraño. El paisaje nos regaló glaciares y una especie de musgo que sólo había visto en los documentales de gente loca que se va a lugares remotos a grabar pájaros que tampoco había visto más que en esos documentales de gente loca, de musgos y pájaros antárticos. Y así en ese bucle de imposibles fui recorriendo el pueblo, dudando de esta especie de ficción: “que no, que no es posible vivir aquí”, me repetía.

Habíamos aterrizado en un rincón de la Isla del Rey Jorge, en un continente tan inhóspito que no merece la pena ni pintarlo en los mapamundis. Caminamos un buen rato junto a otros turistas, sí, turistas tan raros como todo lo demás. Hacía un frío soportable pero el silencio era más gélido, como si cada cual tratara de asimilar qué coño estaba haciendo allí.

Me sentí un viajero desconcertado que es el estado más coherente de un viajero.

Caminamos hasta un grupo de elefantes marinos que apestaba. Aquel hedor era lo que diferenciaba la realidad de los documentales, el olor de los elefantes y la humedad, el frío colándose en los calcetines, el silencio roto por un graznido nuevo.

Y entonces me sentí feliz. Me sentí un viajero desconcertado que es el estado más coherente de un viajero. Me había desvelado la idea de llegar hasta allí y no había una razón aparente, nada que justificara la desproporción de la distancia y el esfuerzo. Pero allí estaba, contemplando pingüinos, oliendo a elefante marino, pisando charcos antárticos. Y también yo me traje en una cinta de vídeo un trozo de documental, de ficción, de sueño ajeno.

Meses después le conté a mi hermano Luis cómo era Villa de las Estrellas, a qué olía. No lo hice en voz baja, porque ya no era un secreto, no era una fábula inventada, ¿o tal vez sí lo fue? Aún hoy me parece que aquel viaje tuvo algo de onírico, de improbable. Pero no, no, recuerdo que le envié a Luis una postal desde la única oficina de correos de la Antártida, aunque me dijo que nunca le llegó…

…un momento… ¡no le llegó!… espera, espera, que sí, que yo estuve allí…. ¿no?

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