Irlanda es un país que se hace amar porque, quizás, es el más romántico de todos los países de la tierra. Y eso se nota en sus dos principales pasiones: la literatura y la música. No hay un territorio en todo el planeta en donde los escritores sean tan amados, hasta tal punto que las obras de creación están eximidas de impuestos. Porque a un escritor no se le mira como a un ciudadano corriente, sino que se le admira y se le venera. Desde el entierro de Daniel O’ Connell en el cementerio de Glasnevin (Dublín), en el año 1847, nunca se reunió tanta multitud en un acto fúnebre como en la inhumación de Brendan Behan en el año 1964. Nótese que O’Connell es considerado el padre del independentismo irlandés y que murió por causas naturales, mientras que Behan era un joven escritor alcoholizado que dejó muy poca obra y murió de un coma etílico (“yo no soy un escritor con problemas de alcohol -solía decir-, sino un alcohólico con problemas de escritura”). El pueblo de Dublín les otorgó a ambos el mismo reconocimiento.
Existen pocas ciudades en el mundo que puedan presumir de haber sido cuna de tantos escritores
En cuanto a la música, Irlanda es un pueblo que canta sin tregua. Sus canciones tradicionales se cuentan por millares. Y cada noche, en cientos de “pubs” por todo el país, e incluso en las lejanas geografías en donde habita una comunidad irlandesa -Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos…- las viejas baladas se oyen sin descanso: “Wild Rover”, “Whiskey in the jar”, “Dirty old town”, “Finnegan’s Wake”…, y claro, “Molly Malone”, una especie de himno nacional oficioso: “En la ciudad de Dublín -dice la letra-, en donde las muchachas son tan preciosas, puse por primera vez mis ojos en la dulce Molly Malone…”. Es la sencilla historia de una bella pescadera que vende moluscos en los muelles de Dublín y muere de fiebres.
Teniendo en cuenta su número de habitantes, creo que existen pocas ciudades en el mundo que puedan presumir de haber sido cuna de tantos escritores como Dublìn. Miren la nómina de los más conocidos entre ellos: Jonathan Swift, Brian Stoker, Sean O`Casey, George Bernard Shaw, Oscar Wilde, Samuel Beckett, James Joyce y William B. Yeats. Tres alcanzaron a ganar el Premio Nobel (Shaw, Beckett y Yeats) y al menos otros dos lo merecieron (Wilde y Joyce). Para cubrir la imponente nómina literaria literaria irlandesa, hay que señalar a otros dos escritores de primer rango: Lawrence Sterne, autor del clásico Tristan Shandy, y un poeta contemporáneo nacido en el Ulster, Seamus Heaney, también distinguido con el laurel del Nobel.
Al doblar una curva, distinguí una casa en cuyos muros estaban pintados los rostros de Wilde, Joyce y Yeats. No creo que algo semejante suceda en otro lugar del mundo
Un escritor se siente en Irlanda como en casa. O al menos así me he sentido yo cada vez que he pisado su territorio, que han sido varias. En cierta ocasión, viajaba en coche por una de sus pequeñas carreteras -el país apenas tiene un par de autopistas- cuando, al doblar una curva, distinguí una casa en cuyos muros estaban pintados los rostros de Wilde, Joyce y Yeats. No creo que algo semejante suceda en otro lugar del mundo.
En Dublín, durante la fiesta del “Bloomsday”, que se celebra los 16 de junio de cada año en honor del “Ulises” de Joyce, cientos de dublineses se visten con ropas de los años veinte para homenajear al libro y recorrer los escenarios en donde se sitúa el peregrinaje por la capital irlandesa del personaje central de la novela: Leopold Bloom. Las fiesta dura todo el día y algunas calles del centro de la ciudad se cortan al tráfico para que pequeños grupos de teatro representen pasajes de la novela.
En la mayoría de las ciudades, el tráfico se corta para un desfile militar, una procesión religiosa, una maratón deportiva, un día consagrado a los ciclistas… Sólo Dublín se cierra en homenaje a un hijo suyo que fue escritor.