En el pensamiento de casi todos nosotros hay un rincón en donde se guardan nuestras mitologías viajeras. Conozco a poca gente que no tenga en su cabeza, o en su corazón, un destino ideal, una patria imaginada. Recuerdo una vez, viajando en un trasbordador desde la gran isla de Rodas a la pequeña de Kastellorizon -que es como un garbanzo en el mapa del Egeo, allá al Este, camino de Chipre-, a una pareja de recién casados italianos, muy jóvenes, que eran junto conmigo los únicos pasajeros extranjeros de la nave. Yo iba a la isla por razones que no vienen al caso -casuales- y ellos con un anhelo malamente contenido por visitar aquel insignificante lugar que no figura en ninguna guía turística. Charlamos un rato en la borda, bajo la campana de un magnífico atardecer de tonos rosados y naranjas. ¿Qué les llevaba a Kastellorizon?, les pregunté. Sencillamente, un sueño. Meses antes de casarse habían visto juntos una película rodada en la isla que les había fascinado, “Mediterráneo”, y se habían prometido disfrutar en el lugar su luna de miel. Y allá que iban, a pasar unos días en un roquedal sobre el mar en el que no hay museos ni monumentos y ni siquiera buenas playas. Les vi paseando por el pequeño pueblo las tres tardes que permanecí en Kasstellorizon y parecían felices con su sueño cumplido. Y me reafirmé en mi idea de que, al viajar, en cierta medida lo hacemos impulsados por un mito que habita dentro de nosotros. A eso lo llamo “nostalgia de lo que no conoces”. Y es el principal motor de mi vocación viajera.
Al viajar, en cierta medida lo hacemos impulsados por un mito que habita dentro de nosotros
Al paso de los años -yo ya tengo un puñado- uno va cumpliendo mal que bien esa mitología soñada y pisando todos los lugares que le han despertado esa nostalgia de lo desconocido. Pero creo que muy pocos han alcanzado el grado de intensidad emocional que me produjo poner los pies en la isla de Ítaca, la patria de Ulíses, el santo patrono de los viajeros del mundo. No es fácil llegar a Ítaca, porque no cuenta ni siquiera con un pequeño aeródromo. Ni tampoco hay mucha gente interesada en ir allí, porque, como en Kastellorizon, no hay monumentos que visitar ni buenas playas para turistas nórdicos ávidos de achicharrarse al sol. A la isla sólo se puede llegar en pequeños ferrys, desde la vecina Cefalonia y la cercana Levkas, o en un barco grande que, un par de veces por semana, sale desde la algo lejana ciudad de Patras. De modo que a Itaca sólo viajamos los que alentamos un sueño literario desde que, siendo unos adolescentes, leímos por vez primera ese inmenso libro que es “La Odisea”.
Dimitris me recitaba en griego clásicos cuando se lo pedía y me llevaba a pescar en una barca que precisaba de un desguace inmediato
Yo he estado dos veces en mi vida en Ítaca. Y no descarto volver una vez más antes de subirme definitivamente a una silla de ruedas. En la dos ocasiones me alojé en una pensión, “Tsiribis”, en un extremo de la capital isleña, la ciudad de Vathy, y al final trabé una buena amistad con su dueño, Dimitris, que me recitaba en griego clásicos cuando se lo pedía, el comienzo de “La Odisea”, y me llevaba con él a pescar en una barca que precisaba de un desguace inmediato. Siempre que algún español llega a su casa, Dimitris le invita a un vaso de vino y me envía sus recuerdos. Desde que estuve allí por segunda vez, en 1998, no nos hemos escrito ni hablado nunca por teléfono. Pero él es uno de mis grandes amigos y yo de los suyos, estoy seguro.
Ítaca es tal y como la describe brevemente Homero en su libro: “buena para las cabras, mala para los caballos”. Abrupta, rocosa, seca, sin apenas campos de cultivo, con muy escasa pesca y productora de un vino recio y áspero, Ítaca nada más que nos ofrece emoción literaria.
Ni nada menos.