La pragmática edad de la aviación puso fin, poco después de que concluyera la II Guerra Mundial, a la romántica era de los transatlánticos. El avión ahorraba tiempo y dinero y, aunque desprovistos del “glamour” de los grandes vapores de entreguerras -e incluso de ese aire de trágica aventura que les concedió el desdichado “Titanic”-, los vuelos transoceánico se hacían también menos fatigosos.
¡Qué vamos hacerle!, pero ya nunca se volverá a navegar entre Europa y América como en aquellos suntuosos barcos de la “Cunard” o de la “White Star Line”. La navegación, entendida como traslado de pasajeros entre dos grandes continentes hermanos y no como transporte de mercancías, se esfumó para siempre.
Porque los cruceros, tan a la moda en nuestros días, son cosa muy distinta. Por una razón fundamental: no están hechos para llevar pasajeros de un punto a otro de las riberas de los océanos, sino que son un fin en sí mismos. Los cruceros se ofrecen como una suerte de placer glamuroso al turismo de nuestros días. Es cierto que proponen destinos, pero son destinos de ida y vuelta. Uno no va a una parte concreta, sino que vuelve al mismo sitio. Y como ya sabemos que el sentido íntimo del viaje es ir, no llegar, el crucero en cierta manera nos niega el espíritu de la aventura, el espíritu de lo imprevisible, que es la más honda esencia del viaje. Yo he viajado dos veces en cruceros -por razones que no vienen al caso- y las dos me he prometido no volver. No sé si picaré en una tercera ocasión.
Hay miles de cargueros surcando los mares del mundo cada día y el número de plazas y de destinos resulta abrumador
Ya digo que no podemos recuperar el placer de la navegación en los antiguos transatlánticos. Pero existe hoy un modo de cruzar los océanos que se asemeja en cierta forma al de antaño. Me refiero a los mercantes. Desde hace unos años, los armadores -así se llaman los dueños de los buques- se han dado cuenta de que hay un tipo de viajero al que no les gusta el avión y que tampoco ama en demasía los cruceros. Y han decidido ofrecer a las agencias los camarotes destinados al propio armador y a los familiares de los oficiales, cabinas que, por lo general, apenas se usan y en casi todos los viajes van vacías. Hay miles de cargueros surcando los mares del mundo cada día y el número de plazas y de destinos resulta abrumador. La única norma que deben observar estos buques es que el número de pasajeros a bordo -los tripulantes no cuentan, por supuesto- no exceda la cifra de doce, ya que, según las leyes marítimas, de ser mayor su cantidad el barco sería considerado crucero y perdería la licencia para transportar mercancías.
Los camarotes de estos buques son confortables, los hay dobles y sencillos y casi siempre llevan w.c. y ducha, armarios, aire acondicionado o calefacción y un ojo de buey que da al océano. Su precio depende un poco de los servicios que ofrecen, ya que los hay, incluso, con piscina climatizada, gimnasio y un bar elegante. Normalmente, el precio es el de un hotel medio alto -unos cien dólares americanos la noche-, que incluye todas las comidas. Eso sí: debe cumplirse el horario estricto de la tripulación. El alcohol se paga aparte, pero a precios de “tax-free”.
Yo hice un viaje en uno de estos buques entre Montreal y Liverpool hace unos pocos años. Fue una aventura espléndida a bordo de un carguero de pabellón alemán
Hay ya agencias especializadas en este tipo de viaje. E incluso, una guía en español. Hoy, uno se puede organizar la vuelta al mundo cambiando de cargueros, recorriendo los mares y océanos del planeta durante unos cuantos meses.
Yo hice un viaje en uno de estos buques entre Montreal y Liverpool hace unos pocos años, saliendo de la imponente bocana del río San Lorenzo y navegando junto a las costas de Terranova y el Labrador, sobre las aguas de los “Capitanes Intrépidos” de Kipling y del malhadado “Titanic”. Fue una aventura espléndida a bordo de un carguero de pabellón alemán, con oficiales germanos y tripulación filipina. Vi ballenas e icebergs desde el puente de mando y noches espléndidas de luna llena en medio del Atlántico solitario. Y entré en Liverpool silbando “Yellow Submarine”, como es preceptivo. Natulamente, todo eso lo he contado en un libro.