El Gran Tiburón Blanco: pánico en el sur de África

Al mirar su boca abierta me pareció ver el mismísimo infierno. El gran tiburón blanco gobierna las aguas entre el océano Atlántico y el Índico, como si quisiera someter la vida de todos los mares. Se mueve con la calma de un asesino en serie y tiene los ojos inertes, negros, como la muerte. Entonces, con un sobresalto, desencaja el morro para mostrar las fauces más terribles del reino de los vivos. Tiene varias hileras de dientes que son espadas y las encías rojas rematan la estampa del más malo entre los malos del mar. Es implacable. Cuatro metros de músculo tiran de la presa, la desguazan sin piedad. Todos somos títeres bajo el agua para el escualo.

Entonces, con un sobresalto, desencaja el morro para mostrar las fauces más terribles del reino de los vivos.

Tales pensamientos sombríos me abordaban en aquella jaula. Habíamos partido del puerto de Gansbaii, cerca del Cabo de las Agujas, el punto más austral de África, bastante más al sur que el Cabo de Buena Esperanza. La atracción del miedo es el reclamo de moda en esa parte de Sudáfrica. Varios turistas con ganas de un buen banquete de adrenalina, parten cada día a la mar para encontrarse con el tiburón.

El camino nos regaló el aperitivo de los lobos marinos bailando junto a las rocas, haciendo acrobacias bajo el agua para desatar las únicas sonrisas de la jornada. Los lobos, si son de agua, parecen más bien corderos. El depredador es otro, estaba cerca, sólo, sin bullicios ni cabriolas. Y lo andábamos buscando.

El depredador es otro, estaba cerca, sólo, sin bullicios ni cabriolas. Y lo andábamos buscando.

Los operarios de aquella excursión prepararon la carnada. Un cubo lleno de sangre serviría para llamar la atención del pez siniestro. Luego, en turnos y muy despacio, por la parálisis que provocaba la situación, nos introducíamos en una jaula escuálida que se sumergía en el agua. El tiburón tiene algo de vampiro y de atleta y de buque de guerra y de delfín. Es una mezcla rara, única, diabólica. Tan insólita que la sola visión de su aleta dorsal provoca el espanto de cualquiera. No hace falta escuchar la musiquilla de Spielberg ni recordar su fama de sanguinario. Su desprecio al pasar junto a nosotros es lo que más me impresionó, quizá porque, normalmente, no somos dignos de entrar en su menú.

En un momento dado, capté con mi cámara cómo el tiburón blanco se lanzó a por la carnada equivocando el mordisco y acabó empotrando sus dientes en los barrotes. El hombre que estaba frente al tiburón, en aquel momento pudo oler su aliento.

Hasta aquí las sensaciones, la descripción subjetiva de este enemigo por defecto. Lo cierto es que, oh pobre tiburón, sólo se trata de un pez. Un pez enorme que provoca el pánico, sí, una mole poderosa que desgarra la vida si tiene hambre… “como cualquiera”, pensaría él ¿qué culpa tiene el tiburón de obrar según su instinto? En realidad, es un ser formidable, devastador porque fue concebido así. No ataca por capricho, no caza por trofeos, lo que sucede es que sobrevive con fiereza porque nació tiburón. Su imagen es la que asociamos nosotros al horror, pero yo diría que es todo menos horrible.

“Todos los días del año, aquella mujer nadaba cerca de la orilla. El año pasado se la comió un tiburón”

Cuando terminamos la jornada, al calor de una cerveza en un pequeño bar que se asomaba al mar, un pescador nos contó historias en voz baja, que es el tono que se usa contra los malos augurios. Nos dijo aquel hombre envejecido por las horas de barca y salitre que ya no faenaba con embarcaciones de poco calado, “ya no -decía- desde que vi a uno de ocho metros. Podría volcar una barca grande, es demasiado arriesgado salir a la mar sin todas las precauciones”. No le gustaba pescar, confesó, ya no, con tantos tiburones blancos en la zona.

También nos contó la historia de una anciana que desde niña nadaba en las playas de Gansbaii. “Todos los días del año, sin excepción, aquella mujer nadaba cerca de la orilla. El año pasado se la comió un tiburón”, sentenció el pescador cansado de tragedias.

“Peces que comen gente- pensé-, hoy, aquí, en estas playas, en el sur del sur de África no sólo los turistas avistan el miedo.» Hay dramas, muertes tan pavorosas que no podemos ni imaginarlas. Y sin embargo, ellos, los tiburones blancos, sólo buscan su almuerzo, como todo el mundo.

 

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