Mombasa:
El sonido metálico del rap cruje como si la cadena de radio estuviese emitiendo desde las profundidades del abismo, pero nadie se inmuta. Tengo que hacer contorsionismos para no golpearme con la cabeza con el techo, forrado con una tapicería roja y negra que me recuerda al excéntrico taxi que conducía Guillermo Montesinos en «Mujeres al borde de un ataque de nervios», la oscarizada película de Almodóvar. Nos hemos subido a un matatu para llegar al Old Town de Mombasa.
Ha bastado que Javier levantase la mano para que el pequeño autobús se orillase en el arcén y recogiese a los dos nuevos pasajeros. El cobrador nos dice que son 30 chelines kenianos por cabeza, pero acaba cobrándonos 50 (medio euro). Veinte minutos después, el conductor pide disculpas y se
para en seco. No va a llevarnos al Old Town. De hecho, estamos aún bastante lejos. Todo el pasaje tiene que abandonar el matatu. Protestamos y un joven keniano nos aconseja que tomemos otro autobús e incluso se ofrece a pagarnos el billete.
El sonido metálico del rap cruje como si la cadena de radio estuviese emitiendo desde las profundidades del abismo
Caminamos con él hasta subirnos al segundo matatu. Esta vez nos cobran 20 chelines a cada uno. Como el anterior, tiene 14 plazas. Once están ocupadas. Somos los únicos blancos y sólo hay una mujer. Me siento en la última fila y, escuchando ese rap gutural que parece arrancado de las entrañas de algún orco, llegamos por fin a Makadara Road, desde donde paseamos en dirección al icono histórico de la ciudad: Fort Jesus. Antes, pasamos de largo por la antigua Corte de Justicia, un edificio construido hace más de un siglo que ahora alberga una librería, colecciones arqueológicas del Museo Nacional y oficinas junto a un último reducto jurisdiccional (la Corte se trasladó en 1984 a la cercana Treasury Square).
Calle abajo, llegamos enseguida al fuerte levantado por los portugueses a finales del siglo XVI, bautizado originariamente como Fort Felipe en honor a Felipe II, pues por aquel entonces Portugal formaba parte de la monarquía hispánica. Junto a la puerta principal, en los jardines que rodean el bastión, se encuentran los cañones de un crucero británico, el Pegasus, hundido en 1914 por el Koenigberg alemán y cuyas piezas de artillería, recuperadas, se utilizaron posteriormente en la defensa de Mombasa y Zanzibar.
Desde Makadara Road, paseamos en dirección al icono histórico de la ciudad, el fuerte portugués de Fort Jesus
El precio de la entrada es de 1.200 chelines (para los nacionales son sensiblemente más baratos). La fortificación, construida sobre un promontorio, domina toda la rada donde se encuentra el viejo puerto de Mombasa. Todavía se pueden ver en la bahía los antiguos faros portugueses que guiaban a los barcos hacia los muelles. El arquitecto encargado de llevar a cabo el proyecto fue Joao Batista Cairato, ayudado por Gaspar Rodrigues, jefe de obra. Ambos llegaron a Mombasa con la tropa de Mateo de Vasconcelos.
Fort Jesus ha pasado por multitud de vicisitudes a lo largo de los últimos siglos: fue conquistado por las tropas omaníes en 1698 tras tres años de sitio e incluso llegó a convertirse en prisión a finales del siglo XIX. Andar sin prisa por el camino de ronda, adivinando el Índico a través de las aspilleras, oteando la bahía desde la torre de guardia, es respirar el aire de los siglos sumergiéndose en la historia de uno de los puertos más importantes de África. A nuestra espalda, las rojas paredes del bastión de San Esteban, descascarilladas, desvestidas hace tiempo por la humedad y la desidia.
Andar sin prisa por el camino de ronda, adivinando el Índico a través de las aspilleras, es respirar el aire de los siglos
Lo que más me llamó la atención, no obstante, fue el muro de pintadas de marineros portugueses anónimos de principios del siglo XVII (restauradas en 1967). Como cualquier soldado que se precie, entonces y ahora, las paredes de un fuerte son un lienzo de vivencias, quejas, maldiciones e ingenio. En este caso, sus autores utilizaron carbón y óxido rojo para dejar sus «graffitis» sobre el yeso, donde naves y hombres se confunden con peces, figuras grotescas, arcos y hasta un camaleón. Apenas tres palabras: «Sao Baoque» (posiblemente el nombre de una nave) y «Lemos», el apellido de uno de los marineros. Ninguno de los que pintaron estas paredes podía pensar que, cuatro siglos después, sus garabatos serían una de las principales atracciones del fuerte. ¡Cuánto arte se ha desperdiciado en las puertas de los lavabos!
Antes de abandonar el fuerte (donde también se puede visitar un pequeño museo), nos acercamos al bastión de San Felipe, en la otra punta de la fortificación, donde se apagó la última resistencia portuguesa ante el asedio omaní, que lo rebautizó como Omani Arab House. Aquí murió defendiendo Fort Jesus el capitán Pedro Leitao de Gamboa. Ahora alberga una escueta exposición a la mayor gloria de Omán, su historia y su cultura. En tiempos de dominio, este bastión fue el hogar del guarda de la prisión (en la antigua cocina del presidio está ahora una tienda de souvenirs).
El paseo hasta el antiguo puerto entre edificios desconchados, olor a salitre y buganvillas es un obligado ejercicio de imaginación
El paseo a través del Old Town desde el fuerte hasta el antiguo puerto de Mombasa, entre callejuelas estrechas, edificios desconchados, olor a salitre y palmerales y buganvillas es un obligado ejercicio de imaginación: fantasear con lo que podría ser este barrio viejo a poco que se invirtiera algo de dinero en su rehabilitación. Las inscripciones en el suelo con la leyenda «Save Old Town» presumo que también comparten ese sueño.
A nuestra derecha se abre toda la rada del puerto de Mombasa, ése que el explorador Richard Burton se sorprendió de ver, en 1859, repleto de cientos de barcos. Los tiempos de gloria del Old Port , sin embargo, ya han pasado y ahora las grandes embarcaciones atracan en Kilindini, en la otra parte de la isla, el puerto más importante de África oriental, la puerta al comercio marítimo no sólo de Kenia, sino también de países como Uganda, Ruanda, Burundi y República Democrática del Congo. Para visitarlo cobran entrada, aunque Javier se hace el loco y se adentra para hacer algunas fotos. Yo hago lo mismo unos segundos después, pero el vigilante nos recuerda que hay que pagar. Nos escudamos en el habitual desconcierto del turista para volver sobre nuestros pasos musitando disculpas. En el cercano Fish Market no hay que pagar, pero cuando asomo la cabeza sólo veo un puñado de puestos sombríos, casi sin género, sin el colorido de los tradicionales mercados africanos. Es una postal detenida en el tiempo por la sal del Índico.
En la planta baja de la histórica de Leven House hay ahora un restaurante swahili con una terraza que se asoma al Índico con indolencia
Pese al abandono de esta parte del casco viejo (una réplica de bolsillo del Stone Tone de Zanzibar), sus calles se recorren con placer y curiosidad, olisqueando el rastro de la historia en cada fachada. Como en la de la Leven House. Casi dos siglos contemplan a este edificio en el que el Imperio británico centralizó su lucha contra el tráfico de esclavos en el siglo XIX. Esta casa tiene una ilustre nómina de huéspedes: desde el ya referido Burton y Speke, el descubridor de las fuentes del Nilo, hasta los misioneros Krapf y Rebman. Fue, además, residencia del gobernador, escuela infantil, sede de una naviera alemana y consulado germano hasta que en 1997 la adquirió el Museo Nacional de Kenia, que impulsó su rehabilitación hace una década.
En la planta baja hay ahora un restaurante de comida swahili con una terraza que se asoma al Índico con indolencia y unas escaleras que descienden por el acantilado hasta el embarcadero, donde un túnel abierto en la roca muere también junto al mar. Nos sentamos en el suelo, descalzos, al estilo árabe. El camarero, un muchacho adolescente, nos aclara que no venden alcohol. Pedimos dos samosas y otras tantas coca-colas, pero se equivoca y trae dos cafés.
Fotografiando el viejo puente ferroviario del Tren Lunático mientras el tuk-tuk espera uno piensa que no se puede ser más friki
Pronto estamos de nuevo deambulando, hasta que decidimos comer en el Africa Hotel, el más antiguo de Mombasa (abrió en 1901), ahora reconvertido en restaurante, el Rozine. Sus antiguas doce habitaciones daban hace un siglo al mar entre olores a pescado rancio, curry y aguas fecales. Hoy, entre el Índico y el edificio se interponen varias casas que le privan de esas privilegiadas vistas. Nada que nos impida disfrutar de un pollo cocinado al estilo swahili, bañado en salsa de coco.
De vuelta al hotel, todavía sin digerir la comida, preferimos subirnos a un tuk-tuk. El conductor lleva una camiseta del Barcelona con el nombre de David Villa a la espalda. En penitencia, por el mismo precio le hacemos desviarse hasta el final de Moi Avenue -donde se encuentran los célebres Tusks (dos pares de colmillos de elefantes que dibujan un arco sobre la avenida)- para fotografiar los restos del Kenya Uganda Railway Bridge, el viejo puente ferroviario por el que abandonaba Mombasa el Tren Lunático, al que nos subimos dentro de sólo unas horas. Todavía están marcadas en la piedra las siglas de la legendaria línea férrea (KUR). El taxista orilla el tuk-tuk en la cuneta para esquivar el endemoniado tráfico. Salgo del vehículo y tiro un par de fotos apresuradas ante la extrañeza del conductor. Es en momentos como éste cuando uno piensa que no se puede ser más friki.
Más información de ésta y otras rutas por Kenia en: Kobo Safaris.