El destino debe tener cuentas pendientes con Tingri, la última parada en el Tibet profundo antes de llegar a la frontera con Nepal. De otra manera no se entiende que la haya rociado de pesadumbre de forma tan descarnada. Mires donde mires, la misma desazón, idéntico desaliento. El futuro sólo alcanza hasta donde se pierde la vista: una pista polvorienta que parece una condena. ¿Hacia dónde huir? No saqué fotografías. No hacía falta.
No es, desde luego, un amor a primera vista. La desolada Tingri no engaña a nadie. Podíamos haber intentado encontrar alojamiento en el hotel más caro de la ciudad, el rimbombante Everest Snow Leopard Hotel (180 yuanes la habitación doble), pero no quedan fuerzas. Acabamos en una guesthouse, el Yamdo (mucho más económica, sale a 25 yuanes la noche), enfrentándonos a otra noche de espanto en una habitación con dos camastros y aspecto de chabola.
-¿It´s Ok?-pregunta la encargada.
¿Qué decir? Insisto: no quedan fuerzas.
Sobre la mesilla tambaleante, una nota de la dirección. Curioso. Chocante. Tu verdad es sólo eso, tu verdad. Creo que de 100 personas que conozco al menos 99 habrían coincidido con mi apreciación. Pero para los dueños del establecimiento, sus habitaciones son una joya. No hay más que leer la advertencia a los clientes, a quienes se ruega que dejen la habitación tan limpia y cuidada como se la han encontrado. Suena a sarcasmo, pero no lo es. En este paraíso de la desolación a 4.400 metros de altitud, todo lo que no sea pasar la noche en el suelo es un lujo. Una lección más para el viajero al que el cansancio le hace perder la perspectiva. Y es que en ocasiones es necesario dar un par de pasos atrás para entender lo que tenemos delante.
Otro lujo asiático que el Amdo ofrece a sus escasos clientes es la posibilidad de darse una ducha. Hay que pagar diez yuanes (15 para los afortunados que no se hospedan aquí) y meterse en una habitación. Pero no hay grifos ni tuberías. ¿Nos van a rociar?
-¿Are you ready?-se escucha desde las alturas, como si un ángel celestial fuese a obrar el milagro de una ducha caliente.
Pero no es un ángel, sino una chiquilla encaramada al tejado que, cubo en mano, empieza a echarte el agua por encima, a través de un agujero. Sin que te de tiempo a desprenderte de los gayumbos ya está pidiendo los diez yuanes. Y el agua, sí, esta templada. Supongo que la han calentado al fuego.
una chiquilla encaramada al tejado que, cubo en mano, empieza a echarte el agua por encima
En el patio al que dan todas las habitaciones hace un calor que derrite el escaso ánimo que aún se mantiene a flote. Son las cinco de la tarde y no hay nada que hacer. Belén se pregunta en voz alta por qué no podemos pasar las vacaciones en la playa, como todo el mundo. Es la otra cara del Tíbet, la que no sale en las postales.
Lecturas poco halagüeñas
No me ha pillado por sorpresa. Intuía lo que nos íbamos a encontrar. “No había nada aparte de una increíble cantidad de mugre”, “era imposible respirar en los repugnantes lavabos y nadie en su sano juicio los utilizaba”, “aquél no era un lugar adecuado para seres humanos”, había leído a Alec le Sueur sobre Tingri, una ciudad “destartalada” para el escritor español Javier Moro. No saco ninguna fotografía de Tingri. No hace falta. Hay lugares que no se olvidan.
La expedición de George Mallory se instaló aquí camino de Rongbuk en su primera expedición de reconocimiento al Everest, en junio de 1921. En este mismo lugar, a 65 kilómetros del Qomolangma, plantaron su campamento, donde no faltaban ni una cantina ni un cuarto oscuro para revelar fotografías.
Pero como en cualquier hoyo, hay una posibilidad de redención: el dzong (fuerte) de la localidad, encaramado en un cerro y que promete estupendas vistas de la cordillera del Himalaya, especialmente del Everest y del Cho Oyu. Hasta la Revolución Cultural pasó de largo en Tingri. Ese desdén salvó a su fuerte, que sin embargo ya había sufrido lo suyo a finales del siglo XVIII con la invasión nepalí. Nos dirigimos a pie, pues, hacia el dzong.
Subimos por una pista de tierra, bajo un sol que se deshace en la nuca, hasta llegar a las ruinas del fuerte, donde algunos paisanos pasan la tarde con algún juego de mesa tradicional o simplemente contemplan la panorámica de las cumbres nevadas que se levantan al otro lado del altiplano como una gigantesca ola de nieve y roca. El Everest y el Cho Oyu están semiescondidos por la neblina. Sólo queda un torreón en pie. El resto son muros en ruinas. Es un momento de una placidez suprema por el que el tiempo pasa de puntillas, como si no quisiese molestar. Cuando queremos darnos cuenta, son casi las siete y media de la tarde y todo el mundo se ha bajado ya. Escucho unas pisadas detrás de nosotros y veo a tres perros salvajes olisqueando entre las ruinas del dzong, como parece que hacen cada tarde a la búsqueda de algún desperdicio. Sin decirle nada a Belén, le apremio a que emprendamos el regreso no sin antes meterme algunas piedras en los bolsillos por si acaso. Cuando estamos a punto de llegar a Tingri a nuestra derecha se ve una manada de más de una docena de perros en dirección al fuerte. Nos hemos ahorrado un buen susto.
Al llegar al Amdo, sorprendemos a “Macario”, nuestro conductor, hurgando en el motor del todoterreno. Por primera vez, se me pasa por la cabeza que pueda dejarnos tirados por el camino. No quiero ni pensar dónde estará el mecánico más cercano.
Ya por la noche, durante la cena, charlamos con una pareja de australianos con los que ya coincidimos en Shegar. Ella está disfrutando de tres meses y medio de vacaciones, un premio de fidelidad de su empresa por llevar trabajando con ellos diez años. Igualito que en España.