La corta vida del bebé de Alberto y Dulce

Por: Javier Brandoli (texto y fotos)
Previous Image
Next Image

info heading

info content

La vida puede durar minutos, días o meses. La brutal belleza africana tiene siempre una trastienda en la que se fumigan los idílicos sueños. África es atroz por momentos, más bajo esa mentalidad occidental en el que los problemas son la rutina de los otros. Es sorprendente la naturalidad con la que se acepta la muerte, seca, sin lágrimas, de quien sabe que el futuro se mide pasando otro ayer. La vida se va sin razones, sólo se va. El maestro Ryszard Kapuscinski lo explica muy bien en algunos de sus geniales libros sobre esta tierra.
La maravillosa isla Berrenguerua, de la que publiqué un reportaje en esta revista, me acercó a esa dualidad. Para llegar a la isla nos subimos a una motora que compartimos con una pareja, Alberto y Dulce, y otros dos compañeros suyos de trabajo. Todos menos ella venían bebidos tras una semana libre y una semana por delante de tajo en el hotel. La situación era algo más que cómica, con un tipo casi sin poder mantener sentado el equilibrio y los otros muertos de risa mirándole. Al principio intentaban disimular el estado etílico, pero cuando comenzamos a bromear con ellos las carcajadas eran constantes en aquella barca llena de felicidad. Alberto, mientras, no paraba de presumir y repetir “esta es mi esposa y este mi primer hijo”, con los ojos encendidos de orgullo. Ella, por su parte, sonreía con timidez y tapaba a su bebé, de pocos meses, con una manta. “Está malo, no sabemos qué tiene. En el hospital nos han dicho que le demos estas medicinas”, explica. Lo abrazaba con ternura.

A la mañana siguiente nos encontramos con Alberto en el hotel. Los 40 minutos de barca nos habían convertido en amigos de farra y le preguntamos por su niño. “Se ha pasado la noche entera llorando y Dulce se ha ido con él a Vilankulos. Le han dado tres días libres para ver qué le pasa”, nos explica. “Espero que se ponga bien y vuelva antes de que nos vayamos”, le decimos.

Durante los tres días que estuvimos allí haciendo un reportaje de fotos a un lujoso hotel decidimos visitar la comunidad nativa de la isla. Un lugar en el que los lodges han construido una escuela, pozos de agua y están construyendo una pequeña clínica. Un lugar apartado, jodido, donde fuera del paraíso natural que es el entorno las esperanzas son pocas. La gente vive del mar, de la agricultura y de los hoteles. Se diría que vive casi del viento. A muchos los consume el alcohol que se toma en los interminables tiempos muertos de la isla. Los casi 400 niños que allí viven tienen ahora una escuela en la que uno de sus cinco maestros me decía: “Necesitamos de todo, pero lo más importante es el agua. Cuando no tenemos agua no podemos abrir” (los pozos de agua dulce se llenan a veces de agua  de mar y quedan durante días inservibles). La mayoría del material escolar es donado también por los tres pequeños hoteles de Berenguerua. La escuela en este continente es mucho más un anhelo de progreso que una realidad. Los niños acuden a unas clases que caducan con el estómago. Cuando son algo más adultos comprenden que el horizonte se termina en saber leer y escribir y vuelven a tomar un arado con el que llenar la barriga. En los hoteles hay un espejo distinto. Un sueldo de camarero, guarda o guía es porvenir. “Gracias a ellos ahora tenemos algún trabajo, algún dinero e infraestructuras”, me repiten varias personas. “Antes éramos unos ignorantes”, me dice otro, con esa forma tan inocente que tienen en estas tierras de verbalizar sus miserias sin complejos.

de sopetón dice en voz muy baja “baby is gone” (el bebé se ha ido). Lo dice a bocajarro, como escupiendo la tristeza

La isla la domina un jefe que debe dar el sí para que alguien se instale a vivir allí o que acuerda con los lodges las personas de la comunidad que trabajarán cada mes en trabajos poco cualificados como recoger leña o limpiar las playas. “Escucha a todo el mundo sus problemas y luego decide. Antes de la crisis los hoteles contrataban a 45 personas cada mes para ayudarlas, ahora el acuerdo es que son cerca de 30”, explica Adolfo, que me hace de cicerone. Fue una interesante tarde en que recorrerrimos los 11 kilómetros de isla por caminos imposibles y entendimos la relación entre turismo, realidad y esperanza, algo que en España conocemos bien. Contaré una última anécdota clarificadora que aniquila muchos tópicos: “A ustedes los turistas les gustan los champiñones y las ensaladas. Para mi es sorprendente cuando pagan por comer eso. A nosotros nos gusta el pollo y le pescado. Eso es comida. Si cuando vuelvo a la casa de mis padres les llevo unos champiñones me los tiran a la cara. Eso lo cogemos en el campo”, me dice Adolfo encaramados a una enorme duna desde la que se contempla la isla entera y un bello atardecer. Pongan a este ejemplo carreteras, casas, teléfonos móviles o televisiones y borren muchos idílicos pensamientos de que la gente aquí se conforma con vivir de lo que dan los árboles y le horroriza el progreso (no me extenderé más, porque este tema daría para debatir 30 folios).

A la mañana siguiente me levanto. Tengo que hacer unas últimas fotos. Veo a Alberto que trabaja en la barra. Le digo que si puede posarme para una foto con sus cócteles. Bromeo. El tipo sonríe, pero le noto algo extraño. Sonríe aún así durante todo el tiempo en que me ayuda con las fotos. Tengo confianza con él y no paro de vacilarle llamándole modelo o pidiéndole que se eche el pelo a un lado. Su sonrisa me parece lejana, pero lo atribuyo a la vergüenza. Luego, dos horas después, Natasa y yo le pedimos dos copas de vino. Viene. Las pone en la mesa y de sopetón dice en voz muy baja “baby is gone” (el bebé se ha ido). Lo dice a bocajarro, como escupiendo la tristeza, mientras nos fijamos que sus manos le tiemblan compulsivamente. No pierde la media sonrisa hasta anunciando que su hijo se ha muerto. Le abrazamos. ¿Qué haces trabajando? “Murió ayer por la noche y lo han enterrado esta mañana. Ya no llego. Mañana iré a mi casa”. No derrama una lágrima, aunque sus manos siguen balanceándose con espasmos que no controla. Se coloca de nuevo detrás de la barra, con el cuerpo encogido y sin perder la media sonrisa le pregunta a un cliente “¿qué va a tomar?”. Así lo hizo durante todo el día. Ni una lágrima, ni un mal gesto, a pesar de que su único “baby is gone”.

  • Share

Comentarios (5)

Escribe un comentario