Fue a la vez su prisión y fuente de inspiración. Su atmósfera le oprimía, pero a la vez dio rienda suelta a su talento literario. Praga y Kafka. Kafka y Praga. No se entiende la una sin el otro. Sus calles son el cuadrilátero donde el atormentado escritor ajustó cuentas consigo mismo en busca de un motivo para redimirse del absurdo de la existencia. Seguir sus huellas por la Praga actual es un estímulo más para sumergirse en una ciudad llena de alicientes.
El viaje
Franz Kafka forma parte de la historia de Praga tanto o más que su celebérrimo Puente de Carlos. Visitar este último es cita obligada para cualquier viajero de paso en la capital checa, pero ¿cómo buscar a Kafka en la Praga actual? Del genial escritor nos hablan, desde luego, las casas donde vivió, escribió y sufrió; las calles por las que paseó su rebeldía ante un mundo que le estrangulaba minuto a minuto; los puentes sobre el Moldava que avivaron sus atormentadas reflexiones sobre el suicidio; los parques que le reconciliaban con una ciudad de la que siempre quiso huir… Todos estos lugares, y otros muchos donde pervive su rastro, permiten al viajero ahondar en el atribulado universo de quien está considerado por muchos el padre de la literatura del siglo XX. Uno de sus émulos, Eugene Ionesco, pionero del teatro del absurdo, dejó escrito que la historia de la humanidad cabía en un papel de fumar: “Nacieron, sufrieron y murieron”. La de Kafka -que aunque no falleció en Praga comenzó a morir el mismo día de su nacimiento- está ligada a Praga y un paseo por la ciudad en busca de las sombras de ese legado es ineludible para los amantes de la historia y la literatura.
Sus calles son el cuadrilátero donde el atormentado escritor ajustó cuentas consigo mismo en busca de un motivo para redimirse del absurdo de la existencia.
El recorrido puede empezar a pocos metros de la plaza de la Ciudad Vieja, que alberga el fotografiadísimo reloj astronómico y la imponente catedral de Tyn. A las puertas del pintoresco barrio judío, Josefov, en el número 5 de la Rathausgasse (U radnice), la calle del Ayuntamiento, se encuentra la casa natal del autor de “La metamorfosis”, de la que sólo se conserva el portal, y reconvertida ahora en museo. Un busto de Kafka junto a la entrada y una fuente con dos querubines orinando a izquierda y derecha nos indican que estamos en el lugar correcto, porque orientarse por las calles de la ciudad guiándonos por las indicaciones del callejero no siempre es fácil. La cercana catedral ortodoxa de San Nicolás es otra referencia de gran ayuda.
Reclamo turístico
En el interior de la vivienda se puede visitar una pequeña exposición de un escritor que, seguramente muy a su pesar, también ha sido reducido a icono del “merchandising” checo. Tazas de desayuno, jarras de cerveza, calendarios, camisetas, bolígrafos… El rostro de Kafka está serigrafiado en un sinfín de productos y es, 84 años después de su muerte, el principal reclamo publicitario de la naciente República Checa.
La familia del autor judío -que, paradójicamente, siempre escribió en alemán- se mudó varias veces de hogar. Algunas de esas viviendas ya han sido derruidas. El viajero que busque, por ejemplo, la Casa del Barco (adonde la familia Kafka se mudó en junio de 1907) en el número 11 de la antigua Niklasstrasse (hoy Parizska), a tiro de piedra del río Moldava y del Puente Checo, se dará de bruces con el lujoso Hotel Intercontinental. En ese mismo lugar, en el último piso del antiguo edificio de alquiler, escribiría a los 29 años, una noche de septiembre de 1912, su primera novela, “La condena”. “La he escrito de un tirón durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana -escribe eufórico en su diario-. Casi no podía sacar de debajo del escritorio mis piernas, que se me habían quedado dormidas de estar tanto tiempo sentado”.
“La única solución era tirarme por la ventana”
Desde las ventanas de la desaparecida Casa del Barco Kafka vio cómo se construía el Puente Checo. La niebla que envolvía las aguas heladas del Moldava en los días fríos del invierno no debió ayudar a levantar su ánimo, encadenado a un pesimismo atroz que le impelía a coquetear con el suicidio. “Tormentos en la cama hacia el amanecer. La única solución era tirarme por la ventana”, escribe en su diario en agosto de 1913, tres meses antes de emprender una nueva mudanza. A Kafka le consume su pasión literaria y la obligación de dedicarse a un trabajo que considera banal (en una mutua de seguros y accidentes laborales, junto a la actual plaza Wenceslao). “Mi empleo me resulta insoportable porque contradice mi único anhelo y mi única vocación, que es la literatura. Dado que yo no soy nada más que literatura y no puedo ni quiero ser nada más que eso, mi empleo no podrá atraerme nunca, aunque sí puede destrozarme completamente. No estoy muy lejos de eso”. Acorralado por esa frustración, no es de extrañar que se defina como “un hombre encerrado en mí mismo, taciturno, nada sociable, insatisfecho”.
Aquí también escribe “La Metamorfosis”, su relato más célebre, que tampoco resiste el tamiz de su inconformismo. “Ahora he estado leyendo en casa “La transformación” y la encuentro mala”, se desahoga. Pero no puede quitársela de la cabeza. “Pienso continuamente en el escarabajo negro, pero no escribiré”.
Belvedere bajo las estrellas
Cruzando el Puente Checo, sobre los muelles de la Escuela Civil de Natación (otra de sus debilidades), el viajero se dará de bruces con los jardines de Belvedere (hoy Letenske sady), donde el escritor checo buscaba refugio a su soledad. Desde un mirador donde en su día (durante la ocupación soviética) se alzó una estatua del dictador Stalin, se disfrutan unas magníficas vistas del Moldava y de la Ciudad Vieja y el barrio judío. “Anoche, en el Belvedere, bajo las estrellas”, reflexiona Kafka una noche de agosto de 1913. Los jardines cobijan un edificio singular, el Pabellón Hanau, donado por un príncipe alemán a principios de siglo. Hoy alberga una cafetería que ofrece una panorámica de Praga que bien merece una parada.
Muy cerca de Belvedere se encuentra el parque de Chotek, el preferido de Kafka, que lo definió como el lugar más bello de Praga, donde solía sentarse a dar rienda suelta a su autodestrucción larvada. “Pájaros que cantaban, el castillo con la galería, los añosos árboles con las colgaduras del follaje del año anterior, la penumbra”. Todos los ingredientes que, para él, conformaban “el bienestar”. Y realmente merece la pena tumbarse en las praderas de Chotek y empaparse de su ambiente romántico, aislado del ajetreo de la Praga turística que aquí, desde las alturas, parece una ciudad durmiente.
A sólo unos minutos a pie está el Castillo de Praga, que extiende sus sombras amenazantes sobre la Ciudad Pequeña (Mala Strana), una presencia extraña y distante que forzó a Kafka a escribir “El Castillo”, una de sus mejores obras. Para percibir la sensación asfixiante y opresiva que la fortificación pudo causar en el escritor hay que subir a pie las viejas escalinatas, ahora repletas de tenderetes ambulantes, y sentir paso a paso el peso de sus robustos muros en los habitantes de la vieja Praga. Sólo así, creo, puede entenderse la novela, que ahonda en la indefensión del ser humano ante un medio siempre hostil.
La tumba de Kafka
La huella de Kafka sigue impresa en otros muchos lugares de Praga, sobre los que no me extenderé para no aburrir al lector: la casa de la Bilekgasse (hoy Bilkova esquina Dusni) donde escribió “El Proceso” (que debería ser de lectura obligada para todo estudiante de Derecho); la isla de Santa Sofía, a los pies del Teatro Nacional, un remanso de paz a la orilla del Moldava flanqueado por el Puente del Kaise Franz; el Callejón del Oro (Jirska ulice), a espaldas del castillo, la casa que compartió con su hermana Ottla y que hoy es un “santuario kafkiano” donde se pueden encontrar sus obras en varios idiomas; el viejo café Savoy (plaza Kozi esquina Vezenska) donde Kafka acudía a las representaciones de teatro yiddish…
La lista es interminable, pero este peregrinaje no puede concluir sin una visita a la última morada del escritor: el nuevo cementerio judío de Praga, donde fue enterrado tras morir en un sanatorio de Viena el 3 de junio de 1924, a los 40 años de edad.
Para llegar hasta el camposanto (no confundir con el viejo cementerio de Josefov, siempre concurrido de turistas) lo mejor es tomar la línea A del Metro y apearse en la estación de Zelivskeho. Una vez en el exterior hay que cruzar una avenida y pedir permiso al encargado del recinto, que nos obligará a cubrirnos la cabeza con la “kipá” judía. El camino hacia el lugar donde Kafka está enterrado junto a sus padres parte de la avenida principal, flanqueada de árboles añosos. Sólo hay que seguir las señales, que en un momento dado tuercen los pasos del viajero hacia la derecha, donde se encuentra la tumba del escritor a la vera del muro exterior del cementerio. Los devotos de su obra acostumbran a dejar breves exvotos escritos en un papel enrrollado que incrustan en la piedra de la sepultura. El viajero no quiere ser menos. “Gracias por tus obras, que nos ayudan a entender mejor el absurdo que nos rodea. Que la tierra te sea leve”, escribe como sincero homenaje.
El camino
Iberia (www.iberia.com), Air Europa (www.aireuropa.com) y Czech Airlines (www.czechairlines.com) ofrecen vuelos directos a Praga.
A mesa puesta
Restaurante “Uzlateho Hada”, en la calle Karlova. Ensalada de patata, carne de cerdo con col y crepes de postre, por ejemplo. No perderse la cerveza local. Pero el mejor menú “anticrisis” consiste en atiborrarse de salchicas locales en los puestos callejeros.
Una cabezada
Praga dispone de una amplia oferta hotelera, pero si se quiere huir del bullicio del centro histórico una buena opción es el Hotel Racek, a orillas del Moldava (Na Dvorecke Louce). La habitación sale por menos de 25 euros la noche.
Muy recomendable
Vale la pena perder unos minutos en disfrutar de las vistas de la ciudad y del río Moldava desde los jardines de Belvedere o desde el monte de San Lorenzo (la subida a pie no es recomendable en invierno, para eso hay un funicular que evita resbalones peligrosos). Es una perspectiva de la ciudad diferente a las más concurridas (y a veces saturadas) de la plaza de la Ciudad Vieja o el Puente de Carlos.
Dos libros de cabecera para rastrear la huella del genial escritor: “La Praga de Kafka”, de Klaus Wagenbach, en Ediciones Península, y “Franz Kafka. Diarios”, en Ediciones Debolsillo.