Languidecen a las puertas del templo como guiñapos. Su aspecto es famélico y su mirada, triste. Ninguna caricia, ninguna mano que les alargue algo de comida. Morirán de hambre o sacrificadas a Shiva. Estas cabras que vagan como almas en pena cargan con las culpas de devotos hinduistas y son consideradas impuras.
Patan es nuestra última parada en los alrededores de Kathmandú para rastrear los antiguos reinos medievales del actual Nepal. Tras la visita a la inmaculada Bhaktapur, esperaba una brusca vuelta a la realidad. Y llega muy pronto. A orillas del río Bagmati, decenas de curiosos se arremolinan en torno a el cadáver de un desdichado, hinchado como un odre rebosante de vino, que se ha ahogado en sus aguas.
Patan tiene el encanto de una ciudad donde la vida cotidiana se funde con el esplendor de su pasado glorioso. Aquí no se respira el aroma a museo y souvenir de Bhaktapur (reconozco de antemano que esta última visión puede ser tributaria del cansancio y, por tanto, un punto injusta). La mayoría de la población de “la ciudad de la belleza” (Lalitpur, como también se la conoce) es budista. Hasta casi un centenar de templos de este credo llegaron a contarse en sus calles, de los que ahora sobreviven apenas un puñado. El más representativo, el Kwa Bahal, fundado en el siglo XII, y al que todo el mundo se refiere como el Golden Temple por los tonos dorados de su fachada. Aunque también podían denominarlo el Templo de las Ratas, por la gran cantidad de roedores atrincherados en alguna de sus capillas.
Patan tiene el encanto de una ciudad donde la vida cotidiana se funde con el esplendor de su pasado glorioso. Aquí no se respira el aroma a museo y souvenir de Bhaktapur
La mayoría de los templos de Patan están cercados por viviendas y comercios, en patios interiores donde la vida cotidiana bulle a su alrededor. Las gentes de este antiguo reino se enorgullecen de sus templos, pero no parecen dispuestos a encerrarlos en vitrinas y convertirse en un parque temático (aunque se cobre entrada), lo cual, dicho sea de paso, se agradece. No voy a enumerar la visita a los distintos santuarios budistas e hinduistas. Toda esa información está en las guías de viaje. Pero sí quiero detenerme en un templo, el de Kumbeshwhar, consagrado a Shiva, donde me llamó la atención la presencia de varias cabras deambulando por el exterior o adormecidas junto a la entrada. Pregunté, claro. Y la explicación que me dieron me dejó pasmado. Resulta que una ceremonia hinduista permite a los fieles trasladar sus culpas, su karma negativo, a un animal, una cabra en este caso, o también un gallo, que a partir de ese momento carga con los pecados ajenos deambulando como un espectro de la Santa Compaña animal por los alrededores del templo en cuestión. Todo vale en el camino hacia el Nirvana. Estas cabras no pueden salir del recinto sagrado, porque si lo hacen se arriesgan a la ira de los más intransigentes. Nadie les proporciona comida. Son una pincelada del infierno. La mayoría de estos animales terminan sacrificados en honor a las deidades hinduistas, pero si no es así agonizarán de hambre, convertidos en pellejos andantes. Ninguna de las mujeres que acuden a que les impongan el tika les presta la más mínima atención. Y ellas, a juzgar por su aspecto fatigado, llevan sobre sus espaldas toneladas de pecados. Prefiero la confesión, la verdad.
La ciudad de las narices cortadas
Nadie diría, paseando por el apacible centro histórico de Patan, que la vieja capital de la dinastía newari fue el escenario de un cruel saqueo hace casi 250 años. En 1769, los temibles gurkhas originarios del norte de la India (que medio siglo después integrarían las unidades más feroces de las tropas británicas de las Indias Orientales) invadieron el país y arrasaron la ciudad, sembrando el terror entre la población. Las familias nobles de Patan fueron pasadas a cuchillo, mientras que a los campesinos los mutilaron con una práctica habitual infligida por los gurkhas a los pueblos vencidos: cortándoles la nariz.
En “En el corazón del Himalaya”, David-Neel cuenta cómo en un poblado cercano a Kathmandú los gurkhas cortaron la nariz y los labios a todos los hombres y muchachos de más de diez años, estigmatizando al villorrio con el humillante nombre de Naskatpur (ciudad de las narices cortadas), que con el tiempo abandonó, con muy buen criterio, para rebautizarse como Kiatipur. A veces la liberación de un pueblo comienza por ajustar cuentas con la toponimia.
Las familias nobles de Patan fueron pasadas a cuchillo, mientras que a los campesinos los mutilaron con una práctica habitual infligida por los gurkhas a los pueblos vencidos: cortándoles la nariz.
En la plaza principal de Patan, los niños te hablan en español ofreciéndote sus baratijas. Los más atrevidos me piden las gafas. Uno llega a ofrecer dos euros por ellas. Los turistas suelen darles monedas que no pueden cambiar y, ahora, se obstinan en soltarnos toda la chatarrería a cambio de un billete de cinco euros. En los soportales de los templos se juntan grupos de jóvenes ociosos que observan al turista con una mezcla de displicencia y desdén. El viajero, a veces, no puede evitar, como les sucede a las pobres cabras, cargar con culpas ajenas, y con los prejuicios moldeados durante siglos por generaciones y generaciones. Al menos a mí se me dan de comer.