San Juan de Ulúa: la última bandera española en México

Veracruz es el principio y el final de la presencia española en México. En sus costas desembarcaron las naves de Hernán Cortés y allí sigue en pie el postrero baluarte colonial, el fuerte de San Juan de Ulúa, donde se arrió por última vez la bandera española.

Convertido por desgracia en cuadrilátero de las narcomafias, ese doloroso estigma no debería oscurecer los indudables atractivos del estado de Veracruz, tierra hospitalaria y rebosante de historia y bellezas naturales. Viajé hasta allí para pisar los escenarios de la conquista de México, para seguir los pasos de Hernán Cortés en su camino hacia la antigua Tenochtitlán, la ciudad-fortaleza del misterioso Moctezuma. Veracruz es el principio y el final. En sus costas desembarcaron las naves del conquistador extremeño y allí sigue en pie el postrero baluarte español, el fuerte de San Juan de Ulúa, donde se arrió por última vez la bandera española tras la independencia mexicana hace ya casi dos siglos. Hacia ahí me dirijo en una fecha muy señalada, el Día del Grito, cuando la nación azteca entera celebra la emancipación de la Corona española. Son horas de exaltación patriótica que en México se viven con auténtica pasión, probablemente el día menos indicado para visitar el último icono de la dominación española, pero los viajes, a veces, nos regalan estas coincidencias caprichosas.
El fuerte se levanta en un islote frente al puerto de Veracruz. La aproximación es un tanto decepcionante, pues nos acercamos entre el enjambre de grúas de los cargueros de los muelles. Sus muros son cenicientos, enmohecidos por la humedad que convirtió este lugar en una de las prisiones más terribles de México. Confabulado con el triste aspecto de los paredones de San Juan de Ulúa, en permanente rehabilitación, el día luce plomizo y amenazante.
Busco alguna placa que me recuerde la apabullante historia de este lugar. Que me hable del comienzo de su construcción al poco de la llegada de los españoles, de las defensas heróicas frente a las acometidas de corsarios y piratas, del tiempo en el que se convirtió en la fortaleza más formidable de la América hispana, de los ilustres presos que pasaron por sus celdas temibles. Algo, en fin, que rehabilite a mis ojos la magnificencia de una fortaleza venida a menos. Nada de nada. Sólo hay constancia por escrito de la expulsión de los españoles un 18 de noviembre de 1825, hace ahora 186 años.
El capítulo final de la presencia española en la antigua Nueva España no estuvo a la altura de la epopeya de Cortés, una de las aventuras más formidables de todos los tiempos. México había conseguido la independencia cuatro años atrás, en 1821, pero un pequeño contingente de españoles permanecía atrincherado en el fuerte de Veracruz al mando de un simple brigadier, Coppinger, que bombardeó la ciudad con estrépito, el desesperado zarpazo del león agonizante. La situación era surrealista, casi cómica, si no fuera porque la testimonial presencia española traslucía la renuencia de la Corona a perder definitivamente su posesión más valiosa. A la espera de refuerzos desde Cuba que nunca llegaron, Coppinger no tuvo más remedio que negociar la rendición ante la definitiva ofensiva mexicana, encabezada por el general Miguel Barragán, gobernador de Veracruz. El centenar de integrantes de la guarnición fue embarcado rumbo a La Habana. El documento en el que se plasmó la rendición dejó constancia de que, la mañana del 21 de noviembre de 1825, “se arrió la bandera española que se encontraba en el castillo de San Juan de Ulúa, con todos los honores del ceremonial militar, y a las 11:00 horas fue izado el pabellón tricolor de México, el cual fue saludado con salvas de artillería, música y el más estruendoso entusiasmo de la población del puerto de Veracruz”. Pero España no cejó en su empeño y, cuatro años después, protagonizó un delirante intento de reconquista al desembarcar a 3.500 soldados en la costa veracruzana. Fue el triste, bochornoso e inmerecido epílogo a tres siglos de presencia española en México.
Subo al torreón del fuerte perseguido por la sensación de pesadumbre, de fatalismo, que se respira en San Juan de Ulúa, sobre todo en sus angostos corredores, preludio de la temibles “tinajas”, las celdas impregnadas de humedad, que las mareas inundaban a capricho, donde languidecían los reclusos cuando este sitio era la prisión más temida de México. Si esto fuera un hotel de postín, sus muros podrían presumir de ilustres huéspedes revolucionarios como Benito Juárez, a quien su paso por estas mazmorras debió traerle suerte: cuatro años después, en 1857, se convirtió en el primer indígena elegido presidente de México. El viejo general Porfirio Díaz también utilizó San Juan de Ulúa para ablandar la oposición de sus detractores. Hay, no puede ser de otra forma, espacio para las leyendas, como la de la hechicera conocida como “la mulata de Córdoba”, quien se cuenta que escapó de su celda a bordo de un barco que había dibujado con un carboncillo en la pared. Pura poesía entre tanta tiniebla.

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