Siempre esa imagen. Paras el coche, justo a la entrada del hotel Villas do Indico, en la cima, y miras el horizonte. Es un manto verde y azul de agua; es también, cuando te fijas concentrado, un manto azul y verde. Luego, a lo lejos, hay dos islas alargadas que parecen tocarse. Debajo, ya más cerca, en plena marea baja, la arena flota sobre el agua a su antojo. Ves mujeres recoger conchas y a hombres colocar las redes de arrastre que con suerte traerán comida con la que engañar al arroz o la sima. No se oye nada.
Alrededor del fuego conversamos con la ansiedad de quien nada más llegar coge miedo a marcharse
Llegamos al hotel tras cruzar ya el Trópico de Capricornio. Aquella primera noche encendimos una hoguera en la playa y cenamos en la jaima del hotel. Alrededor del fuego conversamos con la ansiedad de quien nada más llegar coge miedo a marcharse. El grupo nos había pedido quedarnos una noche más allí cambiando el programa. Decidimos hacerlo, sabedores de que tras Vilanculos el viaje sería algo más cansado pese a que llevábamos gente como Mónica que no paraba de repetirme “no podré enseñar las fotos a mis amigas, cuando les organizo yo viajes las llevo en bastante peores condiciones”. L a tía es una todoterreno.
A la mañana siguiente venía uno de los platos fuertes de esta ruta: las islas de Bazaruto. Siempre recuerdo el cartel de una pastelería en Buenos Aires que ponía: “Muchos lugares en el mundo, sólo algunos especiales”. Es cierto. Bazaruto responde a la segunda clasificación. A veces, el sitio es tan abrumador que tienes que pararte un segundo a entender que la lógica del resto del mundo no es la de este lugar.
La sobrina segunda de Neptuno convertida ahora en sirena algo ligera de cascos apoyada en una profunda roca
Las dos barcas salimos temprano. Las caras de todos iban ensanchándose a medida que nos acercábamos a las dos islas. Las cruzamos por el centro, sorteando sus lenguas de arena, y nos dirigimos primero al arrecife de coral. Paramos. Se lanzaron al agua con sus máscaras y aletas. Vieron pulpos, garopas grandes, el coral de un fondo de mar perdido, peces en escorzo, el Nautilus, Nemo y la sobrina segunda de Neptuno convertida ahora en sirena algo ligera de cascos apoyada en una profunda roca. Todo es posible si uno quiere en aquella soledad de pincel en la que el viento sopla sin molestar a los ojos.
Tras el snorkel, nos fuimos a buscar un lugar retirado donde comer. En el camino pasó una de esas cosas normales de este lugar: delfines. Pues eso, los seguimos, nadaron entre nosotros un poco en aquella cera líquida y nos fuimos tras aburrirlos a comer a una playa desierta junto a una duna de arena de desierto de unos 30 metros de alto. (Vuelvan a leer lo que acabo de describir).
Se animan a subir a las altas dunas y contemplar el océano en toda su magnitud
La barca paró, bajamos los bancos y sombrillas. Sacamos la comida. Nos tumbamos. Miramos al horizonte. Nos bañamos en un agua invisible. Martín y Txarli son los únicos que se animaron a subir a las altas dunas y contemplar el océano en toda su magnitud. El resto descansa, mira, descansa y mira. Hay una parte de todo aquello que no parece creíble. Tras la comida, cuando el viento comienza a agitarse, decidimos volver al resto del mundo. ¿Cuánto tiempo llevamos allí?
Entonces me acuerdo de los flamencos y le pido a Mario, nuestro capitán, que vaya hasta el arenal de la Isla de Benguerra donde suelen abrigarse en manada de los molestos otros. Llegamos. Hay más de los que había visto nunca. Caminan a lo lejos con sus cuerpos retorcidos, sobre la arena. Bajamos de las barcas y nos acercamos para verlos y fotografiarlos de cerca. Ellos aceleran sus largas zancas para huir de los extraños. Es entonces cuando Martín comienza a correr tras ellos y aquel lugar revienta de belleza.
Es entonces cuando Martín comienza a correr tras ellos y aquel lugar revienta de belleza
Todo e l grupo levanta el vuelo al unísono. Sus largas alas se mezclan con el azul del agua y el cielo, con los tonos rojizos de la arena. Mientras, sus plumas rosas parecen perderse en alboroto quejosas del extraño que irrumpe en su calma. La escena es inolvidable, allí, por el lugar, por ellos, por nosotros. Luego, camino de nuevo a la barca, cogemos de la arena algunas pequeñas plumas totalmente rosas que los flamencos dejaron olvidadas. Volvemos todos ya al hotel con esa estúpida cara a la que te obliga la felicidad.
Dos noches después, tras disfrutar de aquella paz, pasear por la villa y su mercado y disfrutar de una cena donde Rosa había comprado regalos y palabras de agradecimiento para todos, encarábamos el convoy militar. Decidimos cruzar por la zona de conflicto sin saber bien a lo que nos enfrentábamos. A las tres y media de la mañana sonaron las alarmas de los relojes. Estábamos a unas horas de vivir un secuencia inimaginable, surreal.