Me sentí mínimo. Soy ese punto que se ve a lo lejos. Comencé a caminar entre las dunas sin saber bien dónde ir. Me quería acercar al mar, que parecía cercano, con su tono azul y esa lengua de arena que se retorcía entre sus olas. No lo estaba, estaba muy lejos, medité cuando ya había caminado dos leguas de viento. Pero ya no había vuelta a atrás, ya sólo quedaba trepar hasta la cima de la siguiente duna, e intentar ver cómo de ancho era el mar y si cabía en el horizonte. No había nadie allí. Estábamos solos. Mis amigos se habían quedado atrás. Había demasiado espacio para incomodarnos.
Yo sólo quería estar solo para disfrutar de aquello, retenerlo. Regresé agotado y feliz, cohibido ante un escenario incierto, y Tom, un norteamericano que viajaba por Namibia y que se unió a nuestro grupo en aquella excursión, me enseñó varias fotos que me había hecho. Una es esta. Tomando luego una cerveza juntos me dijo: «Dame tu email y te las envío». Se lo di, convencido de que posiblemente no lo haría porque se le olvidaría. la euforia de los encuentros casuales se suele desvanecer. Un mes después lo hizo. Me envió varias fotos de aquel día en Sándwich Harbour donde entendí que el suelo puede ser más grande que el cielo.
Foto: Tom Miller