Abrir la puerta de salida de Kabul no es tarea fácil, se necesita un todoterreno para recorrer los polvorientos caminos sesgados por ríos, obstaculizados con rocas y taladrados con socavones. Waisidin fue nuestra salvación para poder salir de Kabul. Sentado en una silla en el hall del histórico hotel Mustapha espera que alguien necesite un vehículo. Durante la guerra e inmediatamente después, el aluvión de periodistas occidentales hacía imposible encontrar un vehículo. Hoy en día Afganistán ha pasado a segundo plano y apenas quedan periodistas; la caprichosa mirada de occidente ahora deriva hacia otros lugares. Waisidin está entusiasmado con que unos viajeros independientes, lejos de la versión que ofrecen los periodistas de guerra, quieran conocer su torturado país para poder mostrar al mundo un pueblo infatigable y unas bellezas naturales que, quizás en breve, puedan ser disfrutadas por más viajeros.
El sur y sureste, feudo talibán, sufre el hostigamiento y los repetidos atentados que los fundamentalistas siguen ejerciendo sobre la población local y foránea. Quién le hubiera dicho a Alejandro Magno que Alejandrópolis, aquélla ciudad que fundara veinticuatro siglos atrás durante su campaña asiática, se iba a convertir, bajo el nombre de Kandahar, en la capital del territorio de un grupo tan perverso y sangriento. El norte se encuentra, artificiosamente, libre de talibanes pero dominado por los Señores de la Guerra, con sus exclusivos feudos de acción y por esporádicos grupos de “fuera de la ley” (salteadores de caminos).
Afganistán ha pasado a segundo plano y apenas quedan periodistas; la caprichosa mirada de occidente ahora deriva hacia otros lugares
Partimos hacia el norte una desdibujada madrugada siguiendo dos consignas: inscribirnos en las pensiones donde nos alojemos para dejar rastro y nunca viajar de noche bajo ningún concepto. ¿Pero cómo cumplir esa última máxima en un país donde es imprevisible saber qué puede ocurrir en el transcurso de un simple paseo? Las dos ocasiones que nos sorprendió el crepúsculo por involuntarios retrasos llenaron de nerviosismo a nuestros anfitriones, más preocupados que nosotros mismos debido al sentido del honor afgano que no permite que algo perjudicial pueda ocurrir a los huéspedes bajo su protección.
El tramo de carretera asfaltada hasta Charikar fue un cúmulo de despropósitos interminables. El eslalon de socavones y vehículos suicidas que adelantaban en dirección contraria desapareció tan pronto nos alejamos de la carretera general para rodar por pistas pedregosas, polvorientas y zigzagueantes de los aledaños del Hindu Kush. Un rosario incesante de carcasas abandonadas de tanques y carros de combate nos acompañan durante todo el trayecto evocándonos un aberrante pasado, no tan lejano, que padecieron sus pobladores. Los espectros de varios fuertes medievales engarzados en paisajes de ensueño impregnan de historia paradisíacos valles repletos de cultivos. Cuando desaparecen los restos de la guerra nos sentimos en Shangri-La, el mítico valle perdido himalayo de la felicidad eterna.
Partimos hacia el norte una desdibujada madrugada siguiendo dos consignas: inscribirnos en las pensiones para dejar rastro y nunca viajar de noche
Los 1.800 metros a los que se encuentra Kabul se convirtieron en una cota intrascendente frente a los 3.000 metros de altitud que alcanzamos cuando penetramos en el valle de Bamiyan. Sobre una colina la silueta ambigua de la fortaleza Roja, Shahr-e-Zohak, se yergue como centinela del prodigioso valle, antaño vital tramo de la mítica Ruta de la Seda. Ahora, los campesinos vuelven a sus humildes hogares con carros tirados por burros cargados de sacos de patatas. Tras cada recolección, el campo es inundado por una algarabía de niños que albergan la peregrina esperanza de encontrar entre los trillados campos algún tubérculo olvidado. Cuando lo encuentran, es como si hubieran hallado el tesoro más preciado. Niños de sonrisa tímida y miradas oblicuas que evidencian su ascendencia hazara, descendientes de las tribus mongolas del s. XIII. Más lejos de la pista se hallan los cultivos de opio que convierten a Afganistán en el primer productor y exportador mundial de la materia prima para la heroína.
Cuando los últimos rayos del sol de poniente vaticinan el ocaso del día, surgen ante nosotros los restos de los involuntarios protagonistas de uno de los ultrajes más vergonzosos a la herencia cultural de la humanidad. Una destrucción que simbolizaba la culminación, en definitiva, de las sangrientas masacres que entre la población afgana habían ejercido las fuerzas talibanes y que remataron con estas víctimas silenciosas de piedra.
Cuando los últimos rayos del sol vaticinan el ocaso del día, surgen ante nosotros los restos de los budas destruidos por los talibanes
Como ojos salvajemente vaciados, la cuenca mutilada y seca de los grandes Budas de Bamiyán tiene coaguladas sus lágrimas de polvo bajo sus amputados pies. Los escombros que en su base se amontonan dieron cuerpo en otro tiempo a colosales figuras de Buda, la mayor de 53 metros de altura. Con ellos se marcó un hito en la historia de la iconografía mundial. Por primera vez se plasmaba, entre los siglos II y IV d.C., una escultura humana de Buda tras siglos de representaciones simbólicas.
Durante más de 1.500 años los budas fueron capaces de resistir las heridas que la historia y el tiempo fueron haciendo mella en su curtida fisonomía, incluso llegaron a sobrevivir a la demoledora visita de Gengis Khan, pero la intolerancia religiosa y un buen montón de explosivos y cañonazos aniquilaron violentamente su milenaria existencia junto a la esperanza del pueblo afgano de vivir en paz.
Como ojos salvajemente vaciados, la cuenca mutilada y seca tiene coaguladas sus lágrimas de polvo bajo sus amputados pies.
Ascendiendo por los aledaños de la poderosa cordillera del Hindu Kush comenzamos a rodar por una confusa maraña de pistas que nos llevará hasta un paraje donde se combinan magistralmente la serenidad y la belleza, los lagos de Band-e-Amir.
Desgarrando la monótona capa de tonos pardos, la naturaleza ha escalonado fastuosamente cinco lagos de variadas tonalidades turquesas para que viertan sus aguas en su inmediato sucesor configurando un calidoscopio de colores en sus respectivos cañones. El último de ellos, una mansa laguna capturada por una presa natural de altos muros de tierra, deja escapar sus aguas en pequeñas cascadas donde hay de nuevo cabida para la superstición popular. Husseini, un hazara de sonrisa generosa, nos aseguró que beber sus aguas te puede sanar cualquier mal que padezcas. Queremos continuar camino pero los márgenes de la pista señalan minas por doquier y más al norte… los Señores de la Guerra van marcando sus posiciones con balas y sangre.
Los márgenes de la pista señalan minas por doquier y más al norte… los Señores de la Guerra van marcando sus posiciones con balas y sangre
De esta forma, una nueva puerta del mundo se ha visto forzada a cerrarse por el perverso poder de la insensatez, las armas y las bombas. Pero nos prometimos, ante la idílica visión de los lagos, que algún día regresaríamos de nuevo a la asombrosa y fascinante Asia Central para seguir confraternizando con sus gentes y explorando sus infinitos caminos, como llevamos haciendo desde hace más de medio siglo siguiendo el ejemplo de Heródoto… viajando para contar lo que hemos visto, oído y vivido…