Un viaje a Túnez pese a los atentados

Viajé a Túnez hace un mes. Tan solo un mes después del ataque al museo El Bardo, recorrí el país como una turista más en una visita relámpago de cuatro días, en los que intenté meter la cabeza en su cultura y también en sus inquietudes. Recuerdo largas conversaciones en el coche, al calor de un té a la menta o entre ruina y ruina, con tunecinos indignados por la marcha del país y, sobre todo, por la caída del turismo, herido casi de muerte después de los últimos atentados. Túnez une el exotismo de la cultura árabe con una infraestructura turística envidiada por cualquier otro país del norte de África. Es un lugar de viajar fácil, con carreteras anchas y cómodas y hoteles de mejor calidad que los de muchos países europeos.

Mis días allí, entre atentado y atentado, transcurrieron así, al cómodo ritmo del turista, asombrada a cada minuto por su rica y desconocida historia y maravillada por sus paisajes. Pero también apenada por el choque de ver hoteles semivacíos y pocos grupos de turistas caminando por las ciudades romanas. Antes de la primavera árabe de 2011, acudían millones de visitantes cada año para bucear en sus bazares, explorar sus desiertos o relajarse en la playa. Esas playas que se han visto ahora salpicadas de sangre y que seguramente espantarán a muchos turistas que habían decidido viajar allí pese al miedo. El turismo es el segundo motor de la economía tunecina y su declive constante de los últimos cinco años ha obligado a cerrar hoteles, reducir vuelos y dejar en el paro a cientos de personas.

Recuerdo largas conversaciones con tunecinos indignados por la marcha del país y, sobre todo, por la caída del turismo

Sin embargo, viajar por Túnez sigue siendo sentirse con un pie en Europa y el otro en el África musulmana. Es el único país democrático de la zona tras la “primavera del jazmín”, que supuso un cambio radical en sus vidas: más libertad, por un lado, pero más extremismo religioso, por otro. Esos son precisamente los temas de conversación de los tunecinos de hoy, que necesitan más que nunca del turismo para levantar una sociedad amenazada por el desempleo y los deseos de emigrar a la tierra prometida del otro lado del Mediterráneo.

Si se olvida el miedo, el turista se siente hoy especialmente cuidado en Túnez

“¿Cómo puede ser que esos barbudos vivan entre nosotros?”, se preguntaba uno de los pocos tunecinos que hoy sigue viviendo del turismo, compaginándolo, eso sí, con otros trabajos para llegar a fin de mes. “En Túnez no somos muy religiosos, las mezquitas no están llenas, no comprendo dónde se esconden”. Ellos son los primeros asombrados de lo que pasa hoy en el país, refugio de terroristas, que se calculan por miles, retornados de luchar en Siria e Irak. Celebran la posibilidad de hablar con libertad, pero también ven con preocupación leyes cercanas al islamismo, como una que restringe el consumo de alcohol cerca de los templos.

Caminando por las calles de la capital, el radicalismo no se ve. La mitad de las mujeres no llevan velo y ellos y ellas se mezclan con normalidad. Los jóvenes tontean en las plazas luciendo con orgullo sus zapatillas de marca, mientras los mayores fuman sus pipas de agua. No se ven esos “barbudos” que hoy intentan acabar con la economía del país.

“¿Cómo puede ser que esos barbudos vivan entre nosotros?”, se pregunta un tunecino que sigue viviendo del turismo

Si se olvida el miedo, el turista se siente hoy especialmente cuidado en Túnez, porque son conscientes de que necesitan a los visitantes y los miman todo lo que pueden. Al menos a corto plazo, solo puede remontar si consigue recuperar su industria turística. Tiene que seguir siendo un destino a marcar en el calendario, por su belleza, su cultura, su historia y, también, su precio.

Debe seguir siéndolo, sobre todo, porque una economía sana reforzaría su democracia y conseguiría luchar contra la ignorancia y la pobreza que llevan al radicalismo.Yo viajé a pesar de los atentados, y me encantó.

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