Tengo la sensación de que cuando salga de este país el próximo seis de agosto, por la frontera con Namibia, van a arrancar unas cuantas hectáreas de viñedos que quedan inservibles. Mi pasión por el vino, que viene de lejos, ha tenido que tropezar justo en mi última semana en Ciudad del Cabo con el lugar que andaba buscando: ¡catas de vino a tres euros! Había oído hablar de Stellenbosch, como el gran templo de los caldos sudafricanos, pero a pesar de estar a 60 kilómetros de la ciudad no me había acercado hasta allí pensando que era un lugar de turisteo. La realidad tiene el problema de tropezarse con los prejuicios y ahora, si es por mi, monto una tienda de campaña en la zona abrazado a las barricas de roble francés.
Stellenbosch es un lugar recomendable sólo para los amantes de los caldos. Una parte más de la piel europea que tiene este país. Carreteras de lujo y bodegas-hotel de once estrellas donde no falta ningún detalle. Todo es cuidado y limpio hasta extremos inimaginables. Además, a unos 30 kilómetros, hay una localidad, Franschhoek, que es literalmente hoy un pueblo francés (lo crearon los primeros galos (los huguenot, que llegaron a Sudáfrica a mediados del siglo XVII). Las calles, los restaurantes, las bodegas y tiendas tienen los nombres en este idioma: culto a la comida y el vino. Iré por partes.
Quisimos ir a Franschhoek a comer a un restaurante que se llama “La Petit Ferme” y que dicen que es inigualable. Llegamos a las tres y media y nos mandaron a “la petit merde”.
En Stellenbosch, mi primer día (el lunes) hice una cata de cinco vinos que te dan a elegir en la lujosísima bodega-hotel Asara. 30 rands (tres euros) por persona y cinco vinos a elegir de la carta. Explicación de cada caldo y escupidera que el menda usa para ver si alguien ha echado su vino y me da para rellenar más copas. Luego, por eso de que uno fue un apasionado del deporte, vi que Ernie Els, famoso golfista sudafricano, tenía su Wineland en la zona y cogí el coche y fui para allá. “Ha estado él aquí esta mañana”, me dice la tipa de la recepción nada más entrar, como si me anunciara que es San Pedro el que pela las parras. El lugar, bajo la sombra de las montañas de Helderberg, es fascinante. Todo el valle es realmente bello. Otros 30 rands, esta vez por tres vinos nada más (el Ernie está muy viajado y sabe que en Europa y EE UU por 30 rands te dan una servilleta). Luego, quisimos ir a Franschhoek a comer a un restaurante que se llama “La Petit Ferme” y que dicen que es inigualable. Llegamos a las tres y media y nos mandaron a “la petit merde”. Acabamos comiendo un sándwich de bacon y aguacate que nos supo a fracaso.
Pero como uno ha decidido tener coche propio en su última semana en la ciudad, pues esta mañana he decidido volver a desquitarme de mi traspié gastronómico. Antes he parado en la bodega “La Motte”. Una cata de tres vinos deliciosos, especialmente el último, La Motte Pierneef Shiraz Grenache, en el que mezclan con la uva Garnacha española. Delicioso. Además, se puede visitar la zona de barricas y degustar los vinos junto a la chimenea. El lugar merece, mucho, la pena. Luego, por fin, hemos llegado al ansiado restaurante. La comida es buena, de calidad, pero realmente el sitio sobresale por las vistas. Un amplio jardín, en la parte más alta del pueblo, desde donde se contempla todo el valle y el mar de viñedos. El Merlot de la casa se deja beber, pero no es ninguna maravilla (yo soy más de Shiraz o Pinotage, que es la variedad autóctona de Sudáfrica). No es que el vino sudafricano me vuelva loco, aunque un día en casa contamos que es probable que el ritmo haya superado la botella por día, pero buscando he encontrado, a mi gusto, algunas joyas. Por ejemplo, el Saronsberg (Shiraz) o el Jacbosdal (Pinotage). Los precios de una botella en tienda rondan entre los siete y los 14 euros (ya es un vino caro). Un buen vino, muy bueno, no cuesta más de 25 euros. Bueno, os dejo que tengo mi cena de despedida con la colonia española donde nos dará tiempo a acabar con otras pocas botellas. Cheers